sábado, 11 de octubre de 2008

Shaquille O'Neal

Por qué, no lo sé, porque nunca me enteraba de nada, pero, aquella mañana de domingo, subí al primer piso y Alan y su hija pequeña Alyssa estaban tumbados en el suelo viendo el televisor. Sonreí. Aunque era domingo, llevaba despierto desde las ocho de la mañana. Me había duchado, me había vestido y había jugado a interpretar los ruidos de pasos sobre mi cabeza mientras veía como el sol fundía la nieve vieja en el jardín. Cuando creí que estaba solo, subí al primer piso, pero, como ya he dicho, Alan y la niña, tumbados en el suelo, me devolvieron la sonrisa y me invitaron a sentarme con ellos. Alan apuntó con la barbilla al televisor. Alyssa tenía la boca abierta. Estaban viendo un programa de un canal de televisión por cable. Shaq, acompañado por su hijo, le estaba enseñando su casa al presentador del programa. Cuando yo llegué, estaba enseñándole el jacuzzi y la sauna y todas esas habitaciones con agua y vapor. Me senté junto a Alyssa y la revolví el pelo a modo de saludo. Ni tan siquiera cerro la boca. De la sauna, pasaron a una habitación donde el señor O'Neal guardaba su calzado deportivo. Una habitación de techos altos, tan grande como la mitad del sótano de la casa de los Henderson repleta de baldas que subían hasta la cabeza de Shaq. Las zapatillas estaban perfectamente colocadas y el señor O'Neal dijo el número exacto pero no lo recuerdo, ni tan siquiera recuerdo si tenía dos o tres cifras. Pero eso sí, recuerdo que Alyssa se giró y le dijo a su papá, ¿has visto eso papa? y Alan la contestó moviendo la cabeza, luego se giró, me miró, arrugó el morro y parece que se dijo a sí mismo que ya era suficiente. Se levantó del suelo y se sentó en uno de los sofás. Uno de los perros brincó sobre su regazo y mientras le acariciaba, empezó a decirme que todo aquello le parecía obsceno. ¿Quién necesita esas cosas? Fíjate, dijo en el instante en el que Alyssa decía buauh! y el hijo de Shaq empezaba a corretear por el parqué de la pista de baloncesto privada de la mansión O'Neal. Joder, dije en castellano, pero aún así lo dije para mí mismo. ¿Lo ves?, insistió Alan, ¿no te parece desproporcionado? No sé por qué, me sentí incómodo. Me levanté. Miré por la ventana. Sacudiéndome las perneras del pantalón, le pregunté, ¿no habéis ido a misa hoy? Cinco minutos más tarde, arrancaba el coche que el colegio me había prestado mientras viviera Iowa y ponía rumbo hacia Omaha, en Nebraska. Casi dos horas de viaje para tomarme una cerveza tranquilo, revolver entre discos de vinilo en Nastic Plastic y fumarme un par de cigarrillos de vuelta en el cementerio baptista de Schleswig. La puta casa de Shaq, pensé mientras me sentaba en el árbol que siempre me servía de apoyo. Desde aquella colina, tras las lápidas y las tumbas, solo se veía crecer la tierra hasta el horizonte. Dejaba el coche aparcado en un camino de tierra. Schleswig aún quedaba a medio kilómetro. Cuando terminaba un cigarro, encendía otro. La puta casa de Shaq, pensaba. Yo solo quiero volver a la mía, y veía a una pickup Dodge blanca pasar por la carretera sin frenar en el cruce. Alyssa con la boca abierta. Alan diciendo que todo aquello era obsceno. La puta casa de Shaq. Y yo teniendo que fumar cigarrillos a escondidas en un cementerio baptista. Shaq tiene casa en Houston por razón de impuestos, en Orlando, en Miami, en Los Ángeles, se habrá comprado otra en Phoenix y quién sabe dónde más. ¿Obsceno? Casi tanto como pensar en Kobe lamiéndole el culo. En el fondo, Shaq es un gran poeta. Y su casa una puta mierda, de verdad, obscena, obscena.

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