martes, 18 de noviembre de 2008

Alberto Berasategi

Creo que podría decir que es el tenista vasco más famoso de la historia, a pesar de que perdió Roland Garros contra Bruguera y a pesar de que deportivamente se formara en Cataluña. A pesar de todo, es el tenista vasco más famoso porque no ha habido muchos más. Mi padre trabajó hasta poco antes de su fallecimiento en una de esas industrias sidrometalúrgicas que en la segunda mitad del siglo XX ayudaron a medrar a esta tierra. Era soldador en la Babcock Wilcox de Sestao, un complejo de talleres y hangares en el valle que se abre entre los montes de Ansio, el Serantes y el mar al fondo y las zonas urbanas de Barakaldo y Sestao. En los buenos tiempos, cuando la fábrica facturaba grandes proyectos para todo el mundo y los trabajadores obedecían la sirena de los turnos para salir en tropel, con algarabía, sucios, y las tarteras en la mano y sus buzos azules, la compañía se empeñó en desarrollar una política social para con las familias de la plantilla. Construyeron una biblioteca, un gimnasio, piscinas, y daban cursos en pequeñas habitaciones con pupitres con pala. Yo asistí a uno sobre técnicas de estudio. Me pareció una soberana gilipollez, pero desde entonces, me puse a hacer esquemas con rotuladores multicolores que, aunque me siguiera pareciendo una gilipollez, me ayudó a terminar la carrera con salud y tiempo libre. En una esquina del gimnasio, levantaron dos o tres pistas de tenis al aire libre. Una tarde de verano, fui a jugar allí con el hijo de uno de los compañeros de mi padre. Recorrimos los kilómetros que separaban la fábrica de la ciudad en bici, nos cambiamos en los vestidores, hicimos un poco el tonto en las cintas de correr y fuimos a la pista. Me ganó 6-0 y 6-0 y en mi vida me he aburrido tanto. Hasta me alegraba de tener que saltar al riachuelo que seguía el borde del cemento de la pista para recoger las pelotas que, en una proporción de 9 de cada 10 veces, perdía yo. Aquello era más divertido que darle a la pelota. No era capaz de subir la pelota sobre la red, y cuando lo hacía, se me iba más allá de las líneas. Corría detrás de las que me devolvía mi amigo sin sentido y sin interés ninguno. Fue una auténtica condena. Ni tan siquiera las bromas al principio, cuando él "se pedía" Mónica Seles y yo Steffi Graff y jugábamos a subirnos los pantalones cortos y estirarnos las camisetas para aparentar que llevábamos falda corta duraron lo suficiente cuando empezó el partido. Supongo que el tenis es un deporte divertido pero no para neófitos. Me he acordado de todo esto, y luego de Alberto Berasategi y de toda la familia junta frente al televisor para ver a Arantxa Sánchez Vicario o de la imagen ya vulgar y manida de Rafa Nadal sacándose la goma de la braguilla de donde le incomoda, porque hace unos días conducía un domingo de mañana, sin más aspiración que pasarla cuanto antes y, al recorrer la larga recta de los polígonos industriales, pasé por el viejo gimnasio, di media vuelta, aparqué junto al complejo donde ahora se acumulan los burdeles y los autolavados y caminé por detrás, siguiendo el arroyo, hasta acercarme a lo que fueron las pistas de tenis. Ya no queda nada. El gimnasio está abandonado, las marquesinas de los aparcamientos las desmontaron hace unos meses, la hierba mala crece por las grietas de la pista de tenis, ya no se oye el eco de la gente al saludarse alegre cuando venían en Navidades a recoger las cestas de Navidad. Tampoco está mi padre ya. En cierta manera, me alegra que no haya sido capaz de ver todo esto. Aunque hubiera preferido que lo viera. Mi amigo si está, aunque ahora puede que esté en Oriente Medio, y creo que sigue jugando al tenis y hace mucho que no le veo ni tan siquiera para devolvernos sin raquetazos unos saludos convencionales. Sin embargo, todo sigue estando allí. Supongo que es lo que aprendemos según vamos creciendo, a ver lo que se ve cuando no se ve nada. Supongo que a Alberto Berasategi le pasará la mismo si se acerca de visitante a la pista central de Roland Garros, se pone de pie y olvida a la gente y se deja llevar por la memoria. El tiempo, aunque se escriba en los libros y se guarde en la memoria, al final nos pone a todos en el mismo sitio. Deuce.

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