viernes, 29 de octubre de 2010

José Manuel Pinto


Se está poniendo oscuro aquí en Vitoria. Me asomo a la ventana. Es una de esas ventanas que caen al suelo. No se puede abrir del todo, supongo, que tienen miedo de que nos arrojemos por ella. Se está poniendo oscuro y tengo que ir a la biblioteca. Me doy la vuelta y sobre la mesa, veo los libros, un manojo de folios garabateados y el ordenador que parpadea. Me miro las manos: pintas. Sucias de bolígrafo. Pintas. Vuelvo a mirar por la ventana. Tengo ganas de relajarme. Pintas, pinto. Veo a un par de niños que vuelven del colegio mientras juegan a pelearse. Desde la ventana silbo, y me escondo un poco detrás de la persiana veneciana. Los niños miran para arriba. Buscan. Luego siguen peleándose. Pobre José Manuel Pinto, no se puede ser tan pillo, pienso, lo llamaremos, José Manuel Pillo. Tengo que relajarme por cojones. Así que sigo, voy a pensar, mientras veo como se encapota el cielo, en el reparto del dinero de las televisiones. A golpes, como los niños, por llevarse un buen trozo de pastel. Todos quieren que les toque la parte con más chocolate. ¿Y a nosotros en qué nos afecta? En los hábitos. Y los hábitos siempre trastocan la salud. ¿Qué fue del café y el partido el domingo a las cinco? Siete u ocho partidos ha tenido que esperar el Athletic para jugar en domingo, y aún estamos esperando a que uno de los dominicales sea a las cinco, llevan tres, dos a las siete y el de este fin de semana a las nueve. Partidos en lunes (que se descafeinan o que demuestran los egos de nuestro deporte rey, el señor Valdano empieza a ser amigo de adjetivos demasiado grandilocuentes), en martes, en miércoles, en jueves, en viernes, en sábado y en domingo, en diferido y en directo, de pago y por abierto, de todos los colores, de todas las ligas, pero ya no hay fútbol el domingo a las cinco. Qué tiempos aquellos, levantado al mediodía con resaca, comiendo tarde y sin ganas, hundido en el sofá y sacando fuerzas de flaqueza para imprimirle ánimo y bajar al bar con la sombra del lunes acechando en el entusiasmo. Ya no queda de eso. Yo lo echo de menos, y en eso nos afecta el reparto del pastel del dinero de las televisiones. El otro día se quejaban en el bar porque no habían televisado el Portugalete-Getafe. Dentro de poco hablá pleno extraordinario en Sancti Spiritus, Badajoz, para crear un equipo entre los 200 vecinos del pueblo porque han recibido una oferta de televisión para retrasmitirle los partidos. Eso sí, sería a cualquier hora menos los domingos a las cinco.
Sigue oscureciéndose. Ya no puedo permitirme relajarme más. Aunque para el camino hasta la biblioteca me guardo el recuerdo de ese vídeo que colgaban ayer con el portero iraní o lo que fuera abandonando su portería. Así se me hace más corto cruzar el campus. Me voy relajando. Poquito a poco. Y para cuando llego a la biblio, ya me olvido de lo que iba a hacer. Dormir. Eso sí, como hago todos los domingos a eso de las cinco de la tarde, dormir. Y empiezo a recoger la mesa mientras silbo una canción que probablemente PintoPillo sepa silbar mejor.

lunes, 25 de octubre de 2010

Mario Been


Tiene que haber sido duro, muy duro. Que te ganen 10-0 tiene que resultar un trago muy duro de pasar, pero cuando, además, no eres un equipo recién ascendido, humilde o mediocre, debe ser más duro aún. Porque es cierto que el PSV va líder de la Liga holandesa y que en el equipo de Frank Rutten están despuntando algunos jugadores que darán qué hablar en los próximos años, tales como Ibrahim Afellay (que ya suena para el Atlético de Madrid), el sueco Ola Toivonen o el brasileño Jonathan Reis. Y también es cierto que Mario Been llegó al Feyenoord en 2009 cuando el equipo pasaba por una galopante crisis económica. Al final de temporada, fueron cuartos y se clasificaron para la Europa League, y todo eran elogios, pero este verano, alguno de los veteranos que mantenían el equilibrio del equipo, se retiraron, y Been se encontró con un puñado de incorporaciones conseguidas a duras penas, a base de cesiones y jugadores que terminaban contrato. Así, se vieron apeados de la Europa League por el Gent antes de entrar en la liguilla y ahora han recibido la mayor paliza en la historia de la liga holandesa, lo que Mario Been ha calificado como "una página negra en la historia del Feyenoord".
El equipo de Rotterdam no es un recién ascendido ni un equipo de media tabla. Desde su fundación en 1908, han ganado 14 Ligas (eso sí, la última en 1999), 11 Copas y 2 Supercopas. Su último título nacional fue hace nada más que dos años, la Copa. En 1970 ganaron lo que viene ahora a llamarse Champions League y lo que entonces se llamaba Copa Intercontinental, con un histórico equipo en el que destacaban jugadores como Rinus Israel o Ove Kindvall y a los que yo nunca vi jugar porque me faltaban seis años para nacer. Pero no hace falta irse tan lejos para rememorar el último título europeo de los de Rotterdam, porque en 2002, se hicieron con la Copa de la UEFA (ahora Europa League), gracias a los Van Persie, Van Hooijdonk y a un gran John Dahl Tomasson. Es decir, vamos, que el Feyenoord no es un equipo del que esperas que pueda perder un partido por 10-0, por mucho que sea el PSV o el Ajax a quienes se enfrente. Por eso digo, ha tenido que ser realmente doloroso, muy doloroso. El pobre Rob van Dijk aún debe estar soñando con tanto viaje al interior de su portería. Pero también los De Cler, Bahia, Leerdam, De Vrij, Mokotjo, Bruins, Fer, El Ahmadi, Wijnaldum, Schaken, Indi, Castaignos y Aussar, quienes, en un momento o en otro, estuvieron sobre el campo.
Mario Been dijo después de la derrota que entendía que su puesto corría peligro. Pero parece que, por ahora, Leo Beenhakker, que apura el otoño de su carrera haciendo labores de mánager en el equipo de Rótterdam, le ha dado un margen de confianza. No en vano, Been no es un recién llegado. Ex-jugador del propio Feyenoord, así como del Pisa, Roda, Tirol, Excelsior y Heerenveen, Been comenzó su carrera en el propio Feyenoord, como ayudante de Bert van Marwijk, actual seleccionador de Holanda. De allí marchó al Excelsior, donde cuentan que su equipo facturaba un fútbol de ataque muy combinado y efectivo. De hecho, consiguió ascenderlos a la Primera división con una amplia ventaja sobre sus perseguidores. Ese éxito le llevó a firmar como ayudante de Wim Rijsbergen en Trinidad y Tobago. Rijsbergen, uno de esos entrenadores holandeses ansioso por vivir aventuras (ha entrenado en varios equipos holandeses, Chile, México y Arabia Saudí además de en Trinidad y Tobago), no duró mucho, y Been volvió a Holanda para hacerse cargo del NEC Nimega. En las tres temporadas que estuvo ahí, consiguió clasificar al equipo para la UEFA y escribir una página en la historia del NEC Nimega (nada negra) al conseguir superar la primera liguilla con una histórica victoria ante el Udinese. De ahí, se fue al Feyenoord, y a pesar de los problemas económicos, nadie podía pensar que llegaría a ocurrir lo que ocurrió este fin de semana.
Veremos como reaccionan en la siguiente jornada. Y veremos si esta victoria no impulsa a un PSV histórico que rememora los tiempos de aquel equipo de finales de los 80.
Por lo demás, Mikel Urrutikoetxea, nuestro anterior protagonista, y era obligado decirlo, ganó a Zubieta con solvencia y eficiencia. Le seguiremos. Y otro protagonista, esta vez triste pero afortunado, fue Miguel García, mediocampista del Salamanca que nos dejó el corazón helado con su fulminante desvanecimiento. Sobrecogedoras también las lágrimas de Arbilla o Márquez y la cara de asombro del resto de sus compañeros. Afortunadamente, parece que Miguel nació por segunda vez en El Helmántico. Que le vaya todo bien en los próximos días, y que le vaya bien también a Mario Been y los suyos.
Posdata: Por cierto (y por respeto), paso de colgar el video de los goles, cualquiera puede verlo en youtube casi seguro. Por cierto (y por vagancia), yo ni tan siquiera los he visto. Son muchos, ¿no? ¿Diez?

jueves, 21 de octubre de 2010

Mikel Urrutikoetxea


¿Cuántos habitantes tendrá Zaratamo? ¿Menos de dos mil? No sé si he estado un par de veces en Zaratamo. Bueno, al caso, que los expertos en pelota dicen que Mikel Urrutikoetxea es la promesa de la pelota vizcaína, y esto no es decir cualquier cosa. La pelota vasca es más navarra que el patxaran. Algún guipuzcoáno y los riojanos más veteranos de la historia de la pelota. Los vizcaínos siempre hemos ido a remolque. Ahora, parece que tenemos una joya en ciernes, un joven de 21 años, natural de Zaratamo, que el año pasado llegó a semifinales del manomanista de segunda y se hizo con el título de la misma categoría en el cuatro y medio. Precisamente en esa disciplina, pero ya en categoría de primera, debutará el próximo domingo, ante el navarro Aitor Zubieta, y en el Astelena eibarrés. Él dice estar tranquilo, que le falta mucho por aprender, y no le falta razón. Es alto, aunque no pesa tanta como su rival, y le gusta más jugar cerca del frontis. Se ve que ahí estará la clave, porque a Zubieta se le puede quedar corto el frontón. Ya veremos, y veremos si el de Zaratamo se convierte por fin en la ilusión del frontón para los vizcaínos, sin desmerecer a los que en los últimos años han intentado destacar, los Berasaluce, Zearra, Leiza, Zabala, Mendizabal, Agirre y sin tener que remontarnos a los años en los que García Ariño jugaba finales.

martes, 19 de octubre de 2010

Jeannie Buss


Es lo que tiene trabajar con la familia, que responde con demasiada sinceridad a las preguntas de los periodistas. Jeannie Buss, además de ser vice-presidenta de los Lakers desde 1997 o por ahí, es la hija de Jerry Buss, dueño de los Lakers desde 1979, ya ha llovido, coño, todas las fotos del anterior propietario, el canadiense Jack Kent Cooke, son en blanco y negro. Pero, para hacerlo aún más complicado, Jeannie Buss es también la novia de Phil Jackson.
Y hoy ha retirado a su novio.
Son las cosas de los Lakers, que no dejan de generar noticias. Si no es porque Pete Mickeal se encara con Ron Artest, es porque quieren enfrentar a Michael Jordan y Kobe Bryant, porque Phil Jackson se pone duro con Pau Gasol, porque siguen riéndose de Sasha Vujacic o porque Lamar Odom continua protagonizando portadas de la prensa rosa en compañía de su mujer Khloe Kardashian, eso es, una de las archiconocidas hijas del abogado Robert Kardashian. Y ahora Jeannie Buss dice que Phil Jackson se retirará al final de temporada.
Y él que va a decir. Si lo dice ella... Aunque también dijo en abril que sabía que seguiría entrenando porque lo de su marido no era poner pañales, pero que no sabía dónde. Y dónde va a ir. Si trabaja para el suegro y la mujer, ¿va a tener narices de abandonar la oficina conyugal? Igual sí, quién sabe.
Lo de los Lakers en la oficina es curioso. La biografía de Jerry Buss ya es curiosa por si sola. Un doctorado por la Universidad de Southern California y un reputado químico que trabajaba en la industria aeroespacial y que un día pretendió conseguir algún otro ingreso comprando unos terrenos. Al final, se le dio tan bien, que abandonó la química y se dedicó al negocio inmobiliario. Después, pasó a comprarse equipos. Los Lakers, los Kings de hockey, las chicas del Sparks... Y cualquiera le dice nada. Como comenta su propia hija, que hace ya unos años le dijo, papá, quiero ser vicepresidenta y ahí sigue, desde que en 1979 su padre se hizo con las riendas del equipo, éste siempre ha sido solvente. Y, además, cualquiera le saca las cuentas de los títulos que se han llevado. Piensen en lo que ha pasado por el Forum de Inglewood y por el Staples Center desde 1979. Casi nada. Y algo de culpa del exito en los últimos tiempos, también tendrá la gestión realizada por su hija, de la que siempre se señala que fue conejita de playboy y que la NBC quiso hacer una teleserie con su vida, pero optaron por Mujeres desesperadas.
Detrás de todo esto, queda Mitch Kupchak, o Ketchup, como le llama un amigo mío. Cuando Jerry West se fue a obrar milagros a Memphis, Kupchak, que había trabajado con él, se puso al frente como General Manager (que suena la ostia así con mayúsculas y todos) de Los Ángeles Lakers (más mayúsculas). Y aguanta aún. Aguanta porque acertó con Pau Gasol y así enmendó lo que para muchos fueron errores mayúsculos (con minúscula): rechazar a Kevin Garnett a cambio de Andrew Bynum y el traspaso de Shaquille O'Neal a los Miami Heat. Algunos ya sabréis lo de aquella supuesta historia de Kobe Bryant subiedo al despacho de Buss para darle un últimatum: o West o me voy al East.
Y detrás de todo esto, claro, quedan aún muuuuchos nombres, algunos rutilantes, con estrella en el paseo de las estrellas, valga la redundancia astronómica. Pequeños propietarios y caras conocidas en la primera fila del Staples Center. De todas ellas, hay una que también ha sido noticia hoy, la más grande posiblemente, Earvin "Magic" Johnson, que al tiempo que Buss anunciaba la retirada de su novio, hacía público que vendía su paquete de acciones al Dr. Patrick Soon-Shiong, reputado médico en la lucha contra el cáncer y habitual de la cancha de los Lakers desde hace 25 años. Según Magic, se desprende de sus acciones por razones familiares, aunque, según los rumores repetidos hasta la saciedad, Magic quiere involucrarse en otros proyectos deportivos que le exijan mayor responsabilidad (se habla de que puede estar dentro del grupo que pretende comprar los Golden State Warriors).
Así que, en resumen, entre doctores en química, ex-jugadores de baloncesto, potenciales protagonistas de telecomedia, entrenadores sesentones, médicos de prestigio, actores de Hollywood y leyendas sobre la promiscuidad de las cheerleaders, los Lakers seguirán siendo un equipo competitivo que se enfrentará en esta temporada a la 11ª secuela de la colección de baloncesto del director Phil Jackson, que, según su novia, abandonará, después, los banquillos. ¿Con éxito? ¿Vencerán Gasol, Odom, Derek Fisher, Bynum y Bryant a los Dwayne Wade, Chris Bosh y LeBron James? ¿Serán los favoritos los Celtics de Paul Pierce, Garnett, Ray Allen, Rajan Rondo y Shaquille? ¿Alguien más? Pues no lo sabremos hasta el final, como siempre, claro. Mientras tanto, el Dr. Soon-Shiong disfrutará de los 28 millones de dólares que se ha gastado desde un bonito palco del Staples Center, probablemente, comparta charla y botellita de champagne con los Buss, Kupchak e invitados. Abajo, en el banquillo Phil Jackson seguirá a la suyo con su espalda maltrecha y sus dos metros de poderosa presencia. ¿Quién le tomará el relevo? Brian Shaw y Chuck Person, dos jugadores de mi generación como aficionado, esperan su oportunidad.
Y con estos dos, anda que no me he quedado agusto escribiendo nombres propios.

lunes, 18 de octubre de 2010

Fernando Llorente


Pues no sé. El domingo mientras corríamos, probablemente mientras rodeábamos San Mamés, uno de los tres preguntó, y, Llorente qué, ¿se irá? Hoy he llegado a casa después de una jornada laboral de 8 de la mañana a 8 de la tarde, y después de cenar, he tenido que seguir trabajando, pero a eso de las doce me ha dado tiempo a fumarme un cigarrillo mientras enredaba por la red. He leído la charla de Segurola en el marcadigital porque sí, a veces, lo hago, al fin y al cabo, es del pueblo. Alguien le ha pedido a Segurola su opinión sobre ciertas declaraciones (respetuosas) que Morientes debió hacer en alguna retrasmisión. A saber, que Llorente estaba preparado para jugar en un grande. Y me adhiero a la respuesta de Segurola: entiendo lo que quiere decir el Moro, pero también me hago el dolido, Llorente ya juega en un grande. ¿Es así? ¿Es suficiente? No lo sé, supongo que es una cuestión personal. Cada individuo es distinto, no todos tenemos las mismas preferencias. Lo que para algunos es falta de ambición, para otros puede ser una apuesta arriesgada. No es fácil hablar sin dejarse llevar por el corazón. En mi opinión, existen varias posibilidades. Creo, sinceramente, que tal como está el fútbol, se pueden pagar 36 millones. Creo, también, que Llorente puede cumplir su contrato. Creo que incluso puede renovar y luego marcharse para dejarle un último detalle al club. No lo sé. En tres años pueden pasar muchas cosas: se puede lesionar, se le puede acabar el talento (¿si?), se puede hacer un equipo campeón (yo lo creo, y lo creeré siempre, aunque sea un sueño tan utópico como inútil como necesario), puede que la vida personal de Llorente le lleve a decidir que en Bilbao se está mejor que en ningún sitio, o justo lo contrario.
Yo me pregunto... A mí me gusta viajar, tengo una profesión liberal, que se debate entre lo racional y lo sentimental, amistades internacionales, experiencias transgresoras, ideas de izquierdas, varias lecturas, muchos conciertos, intereses personales y colectivos que desprecian las fronteras y abrazan la aventura y lo desconocido. ¿Y soy del Athletic? Conozco a gente a quien esto le parece una paradoja. A quien el Athletic le parece algo extemporáneo, aislacionista, demasiado romántico. Y a puestos a maximizar, el fútbol en general también les parece un sentimiento narcotizante y embaucador. ¿Es así? Pues no lo sé. Es algo irracional. La paradoja es la explicación más exacta del problema matemático que llamamos vida y que nunca se consigue resolver con una ecuación certera. Por eso soy del Athletic, porque no podría explicarlo si pienso con frialdad sobre los atributos más manidos a los que siempre recurrimos para justificar la afinidad con lo que representa ese club. Otra vez: pues no lo sé. Y por eso no sé qué opina Llorente, cómo siente él el club, qué significa para él. No todos pueden ser Julen Guerrero. Pero, en mi deseo más íntimo y secreto, desearía que Llorente siguiera en el Athletic tanto cuanto quiera y que siguiera marcando goles y que algún día, por fin, pueda recordar en colores lo que ya se ha quedado en un blanco y negro tan pálido que ya ni me acuerdo de los años 80.
Al fin y al cabo, el Athletic si que me ha enseñado una cosa: las derrotas también sirven, tanto o más que los sueños que parecen (que sabes, no hace falta que me convenzas), inalcanzables. ¿Las victorias? Pues no lo sé. Espero contároslo algún día, mientras tanto, a seguir currando, y a leer rumores sin fundamento en la prensa deportiva.

domingo, 17 de octubre de 2010

Ibai Gómez


Una verdadera lástima. Ibai Gómez es un joven bilbaíno de 20 años que hoy debutaba en San Mamés, el estadio en el que tantas otras veces fue espectador. Gómez ha tenido una carrera humilde, creciendo como jugador en el barro de las categorías regionales. Leí que, en parte, se debía a que su padre, durante muchos años, fue técnico de Lezama, epicentro de la cantera del Athletic. Para no levantar sospechas sobre el talento de su hijo, el padre prefirió que siguiera un camino distinto. Un camino más largo, quizás más sacrificado, con seguridad, más arriesgado. Tras una excelente temporada en el Sestao, Ibai Gómez consiguió ingresar este verano en la disciplina del equipo vizcaíno. Con ficha del filial, el joven se había ganado debutar con el primer equipo. Y hoy lo ha hecho. Con toda la ilusión que se le supone a un jugador con sentimiento de club y que vive el fútbol con intesidad. Pero solo le ha durado tres minutos. Su rodilla ha hecho un giro extraño y ha tenido que abandonar el campo en camilla, con una ovación que, a ciencia cierta, no habrá podido disfrutar. Es joven. Tiene carácter. Ha sufrido antes. Seguro que ese esguince se olvida y, con el tiempo, recordará su debú como una anécdota donde, seguro, se deslice una ligera sensación de tristeza.
Por lo demás, y olvidando la jornada, no sé por qué me duelen tanto las piernas. Puede ser porque el sábado volví a Sasiburu. Bajo una fina lluvia, pero con el entusiasmo de volver a lo alto del paisaje de mi pueblo, subí el Arroletza con energía, disfruté de las vistas hasta Peñas Blancas y alcancé el Apuko más por cabezonería que por piernas. Lo malo del viaje fueron los muchos rodeos. P estaba que se salía y hasta corrió para llegar antes a la campa de las Tres Marías. La lluvia prometía. Así que J y un servidor, le echamos una mano en su ansiosa búsqueda de carrerilla, bola de anís, champiñones y galampernas. El boletus se resistió. Y sigo sin ver el níscalo. Hoy nos hemos almorzado las galampernas con un poco de pasta. Pero quizás me duelen también las piernas porque hoy, acompañado por J (otro J) y M, nos hemos pasado la mañana recorriendo la ría. Un buen trote con un ritmo más alto de lo normal (por culpa del Kipketer de turno, un J que tenía la osadía de ponerse detrás y azuzarnos). Aún así, M y yo hemos aguantado, y hemos seguido su ritmo desde Barakaldo hasta Burceña, de Burceña a Zorroza, de Zorroza a Olabeaga por la ría, subida a un San Mamés donde ya preparaban los tenderetes de bufandas, rodeo hasta Basurto y regreso a Barakaldo por la carretera nacional que lleva hasta Zorroza. Unos trece kilómetros que han terminado con la subida por la Telefónica y frenazo en seco antes de llegar al Monumento, cuando más empezaba a llover. No ha estado mal. Por cualquiera de los dos días, me duelen las piernas esta noche. Por eso, y por casi dos horas sentado en el bar viendo al Zaragoza intentando creer que juegan al fútbol y al Athletic bostezando mientras se conformaba con un cinco. Probablemente, a Ibai Gómez le duela más esta noche, pero seguro que lo supera, igual que superaré yo las agujetas.

martes, 12 de octubre de 2010

Félix Cárdenas


Otro ejemplo de que hay ciclismo fuera de las grandes ideas organizadoras de la UCI. El Gato, después de más de 10 años repletos de éxitos en el pelotón europeo, decidió volver a su país, Colombia, para poder retirarse sin lamentar no haber triunfado en su tierra. Según ha confesado, ahora puede retirarse tranquilo, porque hace solo unos días se hizo con la clasificación final del Clásico RCN, una de las grandes pruebas por etapa del país latinoamericano, junto con la Vuelta a Colombia. Cárdenas quería ganar alguna de esas pruebas antes de retirarse y así ponerle la guinda a un palmarés que ha brillado sobre todo en el plano internacional.
Y es que el colombiano ya podrá retirarse a gusto con etapas en la Vuelta a España (más de una y una clasificación final de la montaña), el Tour de Francia, el Tour de Limousin, la Vuelta a Castilla y León, la Vuelta a la Rioja (donde también ganó la general), el Tour de Japón (y general), el Giro del Capo, el Giro del Trentino o el Brixia Tour. También se llevó el Gran Premio Villafranca de Ordizia y el Gran Premio Industria Artigianato e Commercio Carnaghese en Italia. Alegrías que disfrutaron equipos como el Kelme, el Barloworld o un Cafés Baqué al que sus victorias le supieron a gloria. Roberto Laiseka estuvo apunto de arrebatarle una, pero luego se resarció unos días más tarde.
En una entrevista muy reciente, el Gato comentaba que ya piensa en la retirada y en dedicarse a un equipo que él mismo ha organizado y en el que intenta transmitir todo lo que ha aprendido durante estos años a los jóvenes. No ha llegado el día aún, todavía seguirá dando de que hablar, probablemente, un par de temporadas más, hasta rozar los cuarenta. Seguro que oímos hablar de él, sobre todo cuando llega el otoño, los periodistas europeos pasan a hablar de fichajes y casos de dóping, y las carreteras que se empinan se presentan en países tan lejanos y ajenos a los flashes de las cámaras.

lunes, 11 de octubre de 2010

David Weir


El que dicen que es el mejor ciclista en silla de ruedas se llama David Weir. También un famoso escritor británico de guiones televisivos en los años 60 y 70 comparte nombre y apellido con el veterano defensa de la selección escocesa. Porque de ese Weir es del que hablo yo, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid pero no por Glasgow, y que todo el mundo anda recordándole a Casillas lo que pasó en Hampden Park.
David Weir, que no Peter Weir, director australiano que tuvo cierto éxito hace unos años con el Club de los Poetas Muertos, Master and Commander, el Show de Truman o El año que vivimos peligrosamente, es el capitán de la selección escocesa y a él le tocará evitar que Fernando Llorente siga acaparando titulares del Marca, que Villa continue desesperándose según los mismos periodistas o que Aduriz pase desapercibido para que la televisión se olvide de hacer entrevistas a pie de calle sobre debates identitarios que solo deberían preocuparle al propio ex-jugador del Athletic.
A sus 40 años, David Weir regresó a la selección escocesa con Walter Smith, después de abandonarla cuando Berti Vogts le echó toda la culpa de un mal partido en las Islas Feroe, si mal no recuerdo. Weir sigue jugando en unos Glasgow Rangers empeñados en volver a encontrar el norte. Lleva ya más de 600 partidos entre las ligas profesionales de Escocia e Inglaterra, todos ellos repartidos en solo cuatro equipos, el Falkirk de su ciudad natal, el Heart of Midlothian, el Everton donde estuvo ocho temporadas y el Glasgow Rangers. Pero, además de la de la selección de Escocia, a esas camisetas, hay que unirlas una sexta muy curiosa, y es que Weir, antes de hacerse profesional, cumplió con 4 años de carrera en la NCAA con la Universidad de Evansville, donde creció Jerry Sloan y habitual contrincante de nuestros amigos de Creighton en la Missouri Valley Conference. En aquellos años, Weir fue incluso reconvertido en delantero y con éxito.
Weir empieza a pensar en el futuro una vez entrado en los cuarenta. Ya tiene carné de entrenador para ciertas categorías y se prepara para conseguir una licencia UEFA. Quién sabe, quizás algún día sea seleccionador de Escocia. Mientras tanto, hará de jugador a las ordenes de Craig Leivin, solo 6 años mayor que él. No conseguirá alcanzar a Kenny Dalglish como jugador que más veces a vestido la camiseta de la selección escocesa (para eso debería jugar casi otros 40 partidos) pero seguro que da todo lo que tiene para que la selección de los Fletcher, Kenny Miller, Alan Hutton, Naismith y compañía consiga aguarle la clasificación a los de Vicente del Bosque.

Casey Harriman


Bueno, pues, tener, tendría cosas que contaros, cosas como la conversación que mantuve el jueves por la noche con una perla de la cantera de un equipo de la liga ACB o la visita guiada que he tenido esta mañana, cuando aún no se había levantado la niebla, por las instalaciones de un equipo de fútbol de Primera División. Pero todo eso queda para la intimidad. Lo único que os puedo contar es que me he encontrado con Zan Tabak en el aeropuerto. Llevo una semana haciendo de promotor de conciertos, guía turístico, moderador y yo qué sé el qué en una ciudad cercana, así que no he tenido tiempo para hablar ni de Sergio Ramos, ni de Toni Elías, ni de Jorge Lorenzo, ni de Virginia Berasategi, pero anoche si me dio por meterme en la web de los bluejays de Creighton para empezar a informarme del comienzo de una nueva temporada en la liga universitaria, que, como en los dos años anteriores, con más o menos acierto y con la asiduidad que pueda, intentaré cubrir con mis torpes pretensiones de periodista deportivo.
Y aún falta un mes para que empiece la temporada. Menos. Será el 4 de Noviembre en el Qwest Center de Omaha ante Northern Estate y como partido amistoso. Una semana más tarde, los bluejays comenzarán la temporada oficialmente recibiendo a Alabama State.
Una temporada que se presenta muy atractiva para la universidad de los arrendajos azules. Nuevo entrenador, Greg McDermott, del que ya hablamos aquí, y una plantilla más internacional que nunca y con muchos jugadores seniors, entre ellos nuestro amigo Casey Harriman que intentarán aprovechar su última oportunidad de brillar en la NCAA.
Al menos un par de partidos de esta temporada serán retrasmitidos por ESPN y el calendario del equipo durante la liga regular es más atractivo que nunca, incluyendo un partido ante la universidad mormona de Brigham Young y las visitas de las universidades de Northern Arizona, Louisiana y la ya nombrada de Alabama.
Como ya he dicho, Greg McDermott, que antiguo entrenador de Northern Iowa y jugador profesional en Suiza, será el máximo responsable técnico después de la exitosa y lóngeva carrera de Dana Altman.
Los de Omaha han incorporado hasta cinco freshmen (jugadores de primer año), entre los que se incluye el hijo del entrenador, natural de Ames, Iowa, Doug McDermott, un prometedor jugador exterior. También llegan un canadiense, Manigat, un escolta de la ciudad, Taylor Stormberg, otro vecino de Iowa, Kody Ingle y el pivot de Waukee (ciudad del extrarradio de la capital de Iowa, Des Moines, donde me perdí durante unas horas andando en una bicicleta horrorosa), Will Artino. Pero no son los únicos jugadores nuevos, porque también entre los sophomores (jugadores de segundo año), llegan nuevos componentes, y especialmente destaca el jugador interior venezolano con apellido vasco, Gregory Echenique, que no tuvo el primer año universitario que se esperaba de él, pero que es una gran promesa del baloncesto venezolano. Habrá que ver qué puede dar. Junto a él, Josh Jones, Grant Gibbs, Derek Sebastian, Ross Ferrarini, Matthew Dorwart y uno de los mejores jugadores del año pasado, aunque intermitente, Ethan Wragge, el alero de Minnesota. En edad junior (jugadores de tercer año), solo está el base de Nebraska, Antoine Young, que probablemente sea titular. Y, por último, cinco jugadores de último año que deberán llevar el peso del equipo. Además de nuestro amigo Casey Harriman, la razón por la que sigo a este equipo y que, muy probablemente, siga con su rol de estajanovista, cumplirán su última temporada, el mejor jugador del año pasado y esperanza del equipo, el pivot de color Kenny Lawson Jr, el último de la saga de los Korver, Kaleb, que deberá mejorar con respecto al año pasado, el ala-pivot, Wayne Runnels, que luchará por acompañar a Lawson Jr y el alero Darryl Ashford que ya completó buenos partidos el año pasado.
No parece una mala plantilla. Habrá que ver cómo consigue el nuevo entrenador encajar todas estas piezas. Creo que el objetivo debe ser volver a entrar en la ronda final por el campeonato NCAA, y si puede ser por méritos propios, y ganando la conferencia, mejor. Emular a Butler será muy difícil, pero seguro que hay ilusión entre la parroquia del Qwest, quienes, por cierto, completaron una media de 14.000 espectadores por partido el año pasado.
Volveré a hablar de ellos en un mes, mientras tanto, les dejamos entrenando.

viernes, 1 de octubre de 2010

Dennis Hopper


Sobre todo en noviembre. Sobre todo cuando iba correr tarde. O por la tarde, vamos, porque oscurecer, oscurecía muy temprano. Generalmente, corría por las mañanas. Hasta las diez no entraba a trabajar y siempre estaba despierto a las seis de la mañana. Nunca conseguí acostumbrarme al cambio de horario y, si lo hice, no quise hacerlo. Si lo hacía mi cuerpo, parecía que mi cabeza se empeñaba por estar en otro continente, pegada a otro meridiano. Pocas cosas tenía que hacer con cuatro horas por delante, así que me iba a correr. Algunos días, había soñado que comía, o que corría, o quizás hasta que hacía el amor, y me levantaba cansado o perezoso o saciado, así que dejaba lo de correr para la noche. Y, sobre todo esos días, y sobre todo en noviembre, era cuando aquella casa me llamaba más la atención y me daba más miedo. Y todo el mundo lo sabe, el terror es un potenciador de la curiosidad.
Así que un día que hacía mucho frío y estaba oscureciendo, aún así salí a correr con mis guantes y mi gorro de lana, me detuve a la entrada de Moorehead Park y esperé. Pero primero os contaré qué ruta seguía.
Creo que en total sumaba como unos siete u ocho kilómetros. Salía de casa por la puerta del patio y bajaba por Main Street hasta el primer puente, donde, a la izquierda, comenzaba el camino asfaltado que seguía el riachuelo. Remontaba todo el cauce entre patios traseros y jardines que daban a la calle hasta llegar a la explanada de los depositos de grano, a la orilla de la carretera, por donde cruzaba otro puente, éste alambrado, que dejaba el río atrás, se alejaba del pueblo y me llevaba hasta la humedad del bosque. A la entrada del bosque había una pequeña cabaña de madera y, en frente, una vieja escuela. Ahí comenzaba Moorehead Park, una especie de reserva natural con varios lagos de poco calado y cotos de caza. Los árboles, frondosos y ausentes, se tragaban los caminos y todos empezaban a empinarse. A los dos kilómetros, se cruzaban varios en una bifurcación, justo donde un dique que parecía natural detenía un pequeño lago y una ligera pradera de césped bien cortado servía de zaguán antes de entrar al bosque. Ahí solía dar la vuelta. A veces, me paraba a respirar. Los domingos solía venir en bicicleta y me sentaba a leer en un banco. Nunca duraba más de veinte minutos, y cuando me giraba para seguir corriendo de regreso a casa, corría más rápido que nunca. Había algo gélido e inquietante en aquel paraje natural, bello pero en suspenso. Nunca me encontraba con nadie. Nunca parecía que hubiera habido nadie allí antes. Los árboles no se mecían. El viento no soplaba. El lago parecía de cristal. Siempre, en invierno y en verano. Me daba la sensación de que no estaba invitado. Claro que exagero, pero yo corría sin mirar para atrás, por si acaso.
Y volvamos a la casa. La casa estaba a unos doscientos metros de la cabaña y la escuela, junto a la entrada del parque, subida a una colina apenas visible entre los hayedos. El camino asfaltado la dejaba a un lado. Cuando iba hacia el lago, metiéndome en el parque, pasaba tan cerca y la foresta era tan gruesa que apenas veía la casa. De hecho, nunca me había fijado en ella con atención. Quizás, también, porque el camino se ponía cuesta arriba y solía mirar hacia el suelo mientras jadeaba. Pero al volver, y con las prisas que siempre llevaba, el bosque parecía abrirse, y se veía una pared de láminas y un tejado rojizo. Una pequeña ventana con bastones de plástico. Nada más.
El día que esperé, como os decía, hacía mucho frío. Toda la semana había hecho frío. A principios de la semana, incluso nevó. Ligeramente para los vecinos, copiosamente para mí, que me sentí ridículo por alimentar un entusiasmo que ellos no compartían. El frío lo había dejado atrás al coger el camino y pronto había entrado en calor. Corría cómodo y ligero. Iba pensando en alargar el entrenamiento cuando volviera, subir hasta la escuela, girar por detrás del garaje de los autobuses, coger un camino de tierra hasta que ya no pudiera seguir corriendo y después tener que caminar. Pensando en todo eso llegué hasta el lago y sentí el mismo escalofrío de siempre. Como si me estuviera observando el agua estancada, como si los pinos del bosque me fruncieran el ceño. Pero al llegar al final de la cuesta, a la bifurcación donde los caminos se juntaban y se perdían hacia el bosque, paré en seco. Tan en seco que no hizo falta ni que recuperara la respiración tras el esfuerzo. La perdí del todo. En el suelo, había un rastro de sangre. De una sangre muy roja, caliente, reciente, no sé. Un rastro de gotas que, de repente, se convertían en gruesas líneas. Las líneas se perdían en el césped y la dirección parecía llevar al lago, o quizás al bosque que había dejado atrás, el que crecía a la izquierda del camino. Me di la vuelta. Desde allí arriba se veía todo el camino que había venido corriendo, y unos cuantos árboles que caían del bosque hasta el fondo, justo por donde el camino cruzaba la fronda para salir al rincón de la cabaña y la escuela. Todo parecía estar ahora muy lejos. No se oía nada. Pero vi algo. Mi corazón palpitó más que cuando subía aquella cuesta corriendo. Al comienzo del camino, un niño, subido en un triciclo, me estaba mirando. Sin gafas, solo intuía su forma y su quietud, pero era un niño, con las manos en el manillar, mirándome. Cuando se dio cuenta de que le había visto, se puso de pie, cogió el triciclo y echó a correr, hacia los árboles, hacia la casa de la que, desde allí arriba, veía claramente el tejado rojo y un humo gris que salía de una pequeña chimenea.
Volví a girarme, miré la sangre. Iba hacia el lago, o quizás hacia el bosque. Miré hacia el otro lado. No venía de ningún lado. Nacía allí. En el cruce de caminos. Joder. Eché a correr como un loco, pero sin querer avanzar. Fue la sensación más extraña de mi vida. Huía de dos sitios y avanzaba hacia uno. Bajaba la cuesta a enormes zancadas, y cada vez me acercaba más a la casa. Con la velocidad, cuando estuve cerca, la casa parecía ir partiéndose a cuchillo con cada tronco de árbol. Iba mirando a mi derecha, pegado a la izquierda del camino, rogando por llegar hasta la escuela y la cabaña. Pasé la casa, llegué a los árboles de la entrada, y cuando ya veía la cabaña miré hacia atrás. Y ahí estaba el niño, al comienzo de un camino de tierra que subía hacia la colina. Sentado en su triciclo, sonriente. Eso fue todo lo que pude ver mientras corría y miraba hacia atrás. Claro que me tropecé. Me caí de bruces contra la piedrilla del camino. Me levanté sin sentir dolor. Seguí hasta llegar a la cabaña. Jadeando, me escondí detrás. Me senté en el suelo. Me sacudí las rodillas ensangrentadas. Recuerdo que dije, joder, puto niño. E intenté recuperar la respiración.
Quizás me quedara allí unos cinco minutos. Sin moverme, escuchando el ruido de los coches que pasaban por la carretera a unos metros de allí, junto al puente alambrado. Supongo que pensaba en seguir andando hasta casa. La escuela quedaba más cerca. Podía acercarme e ir al baño, limpiarme las rodillas. Me sentiría seguro. Pero algo me agarraba al suelo. Volver y esperar. Y como ya sabéis, esperé. Así que no hace falta que os diga que, mientras me decía a mí mismo que tenía una imaginación calenturienta y que por mucho que aquello fuera américa no era como en las películas, volví sobre mis pasos, crucé los árboles, y me quedé quieto en el camino de tierra donde antes estaba el niño, y ahora no.
Y sí. Me puse a subir. Lentamente, estirando el cuello, intentando alcanzar con la mirada la casa. Y sí, ya había oscurecido casi por completo. Hacía frío. La luna nacía y era intensa y su luz me alumbraba el camino como si fuera media tarde. No oía nada. No veía nada. Llegué a la altura del porche de la casa. Y me paré. A esperar. A mirar. Había luz en una de las ventanas. La puerta estaba entreabierta. El porche, vacío, solo tenía un banco de madera en una de las esquinas. Ya no salía humo de la chimenea. El triciclo estaba allí, tirado, entre las hojas que habían caído de los árboles muchos meses antes. No se oía nada.
Esperé.
Entonces escuché algo. Pero era detrás de mí. Un crujido. El crujido de las astillas del suelo. El crujido de las películas de miedo. Mis rodillas temblaron, dolieron como no habían dolido con la caída. De golpe, sentí todo el frío de la noche. Me dio por pensar si la familia me echaría de menos. Nadie sabía que había salido a correr. Me di la vuelta.
Frente a mí, un hombre de unos cuarenta años, con una barba profunda, ojos oscuros, un gorro de lana, una escopeta al hombro y una canana de la que colgaban varias aves muertas, me sonreía con una dentadura mellada y amarillenta. Llevaba un abrigo raído, tiznado y holgado, unos pantalones de pana manchados por la sangre que goteaban las piezas de caza y unas botas de monte con las punteras embarradas. A su lado, el niño rubio de pelo revuelto me miraba con ojos curiosos mientras jugueteaba con un palo que se atizaba con cuidado contra la pernera del pantalón. Me guiñó un ojo.

Cada viernes, sin faltar uno, de los siguientes seis meses, subí por aquel camino de tierra. Siempre con una bolsa del supermercado repleta de manzanas de Missouri y una botella de bourbon. A veces, también le subía algo de tabaco. El último viernes que subí, dos días antes de coger el avión de regreso a mi país, Jakob, el niño, me esperó junto a la cabaña de la entrada a Moorehead Park. Decía que antes de que me fuera quería enseñarme algo. Tenía una llave en la mano. Me cogió de la mía y me llevó hasta la escuela. Con la llave abrió la puerta, y la puerta parecía abrirse a otro mundo. Los pupitres, los libros, las caperuzas en los ganchos. Un siglo de historia guardado bajo llave. Me dijo que le siguiera. Fuimos hasta la pizarra y mientras yo observaba la mesa de la profesora, Jakob deslizó el mapa y me dijo, mira, señalando un punto exacto en él. Allí estaba mi ciudad. ¿Ésa es tu casa, no?, preguntó en su idioma. Yo le había contado cómo echaba de menos el mar y las montañas. Sí, le contesté acercándome al mapa. Ellos ya lo conocían, hace ya tantos años, ¿verdad? Y dije que sí con la cabeza, sonriéndole.

El padre de Jakob, Alan el cazador, vivía en aquella casa desde hacía veinte años, cuando, con otros veinte, el joven Alan se encontró sin padres. Los abuelos de Jakob fallecieron en una epidemia de gripe que azotó su pueblo por sorpresa. Llegó, mató primero a la madre, después al padre, y después se fue como si hubiera hecho su trabajo y ya no le quedara nada por hacer. Así lo contaba Alan. Y añadía, después de pasar el trago y retomar la historia de su vida:
- Lo sé, ahora parece un lugar tétrico. Pero antes esto no era así. Los árboles estaban, y la fronda, y el lago arriba, pero había más casas tras el talud. Todos nos reuníamos abajo, en la cabaña. Así conocí a Lisa, la madre de Jakob. Y esta casa brillaba incluso sin la luna. Lisa plantaba rosales junto al porche. Teníamos un columpio en el roble. Junto al nocedal, yo cuidaba una huerta, y teníamos un perro, Billy. ¿Te acuerdas Jakob? Jakob llegó a conocerlo, pero era ya muy viejo.

Alan recibió la casa de un tío lejano que marchó a vivir a otro estado y del que no volvió a saber nada. En diez años, vivió allí sin papeles, sin propiedades. Un día llamaron a la puerta y alguien le dijo que no tenía derecho a vivir en su casa, en su propia casa. Pero ésa es otra historia, una historia que, además, terminó con un final feliz. El caso es que con veinte años, Alan había abandonado huérfano su pueblo y había venido a otro a unas ocho horas de viaje al norte porque un tío lejano se apiadó de él. Sin conocer a nadie, encontró trabajo en el trigo. Hacendó la casa. Fue conociendo a los vecinos. Cultivó la tierra. Acabó por conocer a Lisa. Cuando quiso darse cuenta, tenía una familia y una comunidad.

Cuando yo le conocí tenía 44 años, pero aparentaba 60 si la luz de la hoguera le daba de lado. De la familia quedaba Jakob, un niño de doce años, silencioso y de ojos huraños, que no iba al colegio y conocía todos los rincones de aquel parque. De la comunidad, no quedaba nadie. "A veces viene el cura, el evangelista, pero lo ahuyenta Jakob con el palo, ¿verdad?" Hasta que no pasaron un par de meses, y ya era mucho el bourbon que habíamos compartido, no me atreví a preguntarle qué paso. Y el comenzó la historia así, aunque yo la traduzco y, sinceramente, ya no es lo mismo:

- ¿Tú sabes quién era Shooter?
- ¿Shooter? No, no sé.
- ¿No has visto esa película de Gene Hackman en la que marcha a Indiana a entrenar un equipo de baloncesto de pueblo?
- Ah, sí, claro, joder, sí, sí, pero, ¿quién era Shooter? ¿Gene Hackman?
- No. Shooter era el segundo entrenador.
- Ah, el...
- Sí, dilo, el borracho.
- Bueno, pero termina bien.
- Sí, pero la realidad siempre supera a la ficción. Y, sobre todo, en la tragedia.

Jakob, sin hacer ruido y resignado, salió de la habitación. Una sala de estar repleta de objetos, de mesillas, de sillas, de mantas, de todo tipo de cachivaches. En un costado de la chimenea, se apilaba la madera seca. Él y yo compartíamos mesa, una mesa cerca del fuego. Sobre la mesa dos vasos y un cenicero, y una botella en el medio. Yo fumaba. El bebía. Él hablaba mirando al vaso y yo escuchaba intentando descifrar que decía sin decirlo.

- Verás. Con quince años jugaba al baloncesto en mi pueblo. Era rápido y listo. Ágil y fuerte. Corría el contrataque como ninguno y tocaba con la palma el tablero. Era divertido, pero a mi padre no le gustaba. Me dejaba jugar porque el alcalde se lo pedía. Yo me sentía demasiado orgulloso. En el colegio, todos me guardaban un sitio en el comedor. Para cuando llegué aquí, ya me había olvidado del juego. Mi vida era otra. Por aquel entonces, nadie soñaba con ser profesional, como ahora, pero cuando empecé a tener una vida llevadera y asentada, empecé a echarlo de menos. El entrenador del instituto era mi capataz. Cuando terminábamos de trabajar, hablábamos de baloncesto mientras bebíamos un trago de cerveza. Así que, al final, me ofreció ser su segundo entrenador. Fueron unos años fantásticos. Siempre clasificábamos al equipo para las finales del condado. Un chaval, Lynn, del que todavía hablan en el pueblo, llegó a jugar las finales universitarias con Iowa State. Lisa estaba embarazada de Jakob y acabábamos de comprar un pequeño terreno junto a la estación. Íbamos a construirnos una nueva casa más cerca del pueblo. Entonces, yo empecé a beber. Supongo que siempre he bebido. No lo sé. Mi padre lo hacía, a escondidas, aunque yo lo sabía, y mi madre también. Todos somos débiles y estúpidos. Y yo soy más estupido que ninguno. Empecé a beber cuando todo iba bien, sin motivo, sin excusas. Un día celebrábamos algo, al siguiente brindábamos, quizás no había nada que hacer. Por inercia. Hasta que un día cualquiera discutía por cualquier bobada con Lisa, por el barro de mis botas, porque no había leche en la nevera, por cualquier gilipollez, y acababa en el bar. Así, casi sin darme cuenta. El día que Lisa estaba dando a luz a Jakob, yo estaba emborrachándome con Quentin.
- ¿Quentin?
- Sí, Quentin, ése, el que tú conoces, el bedel de tu colegio, el que podría ser algo así como el tonto del pueblo. No te lo ha contado nadie, ni te lo contarán, porque todo el mundo lo ha olvidado, incluso él mismo, pero Quentin fue joven, y listo, y con un futuro brillante, como yo. Pero los dos acabamos en el mismo lugar, aunque llegamos por caminos distintos.
- Y qué paso.
- Pasó lo que pasa en la película. Un día expulsaron al entrenador, y yo estaba medio borracho, y la armé. Otro día me pegué con uno de los jugadores en el entrenamiento. Todo fue muy rápido. Para cuando quise darme cuenta, Lisa ya ni me miraba. Nuestro hijo, Jakob, crecía sin que yo me diera cuenta. Habíamos perdido el terreno que compramos porque yo me lo había bebido. Y el capataz me había dado una última advertencia. Soñaba con mis putos padres todos los días, y empecé a caminar como un sonámbulo cada noche, por este puto bosque, durmiendo en las cañadas y en las ramas de los árboles. Pero no duró más que un año. Un día, Lisa me levantó de la cama a gritos. Me agarró del brazo, y en medio de la noche, me llevó hasta al lago, hasta ahí arriba, hasta donde corres antes de dar la vuelta. No lloraba, pero lo había hecho. Llevaba a Jakob en brazos y yo ni me había dado cuenta, solo gritaba, déjame en paz, loca, qué coño haces. Cuando llegamos al lago todo brillaba. Era verano. La luna aquí, ya sabes, es preciosa. No parecía el escenario adecuado. De eso me acuerdo, y de que, a pesar de todo, ella estaba preciosa. Me gritaba: tírate. Sabía que yo no sabía nadar. Tírate, ahógate, mátate, pero hadlo ya, rápido, delante de tu hijo, mátate y deja de matarnos a nosotros poco a poco, ten piedad por una vez en tu vida. Luego hubo un enorme silencio, se dio media vuelta, y se fue. Dejé de beber. El capataz volvió a confiar en mí. Quentin se quedó solo. A la temporada siguiente, el capataz se jubiló y la comunidad decidió que yo podía ser el entrenador. Yo sentía, pero ellos no lo sabían, que la mierda aún estaba dentro, pero la tenía controlada, ¿sabes? Tenían compasión, mucha compasión, pero la compasión puede ser muy mala. Sí. Acepté el cargo. La gente no sabía qué pasaba en el vestuario, en los entrenamientos. Era un jodido tirano. Trataba a los chavales con una disciplina férrea. No podían dirigirme la palabra. Y había talento. Llevábamos tres años haciendo el equipo, el capataz también lo sabia. Moses, Gable, Randy, Dowson, Lee Paul, Jensen... Todos acabaron en la universidad. Dowson vive ahora en Nueva York, es abogado. Ganamos el campeonato del condado. Fuimos al del estado, y lo ganamos también. No era solo la primera vez que nuestra escuela lo ganaba, era la primera vez que alguien del condado lo ganaba, la primera vez que una escuela menor la ganaba. Joder. Recuerdo a Lisa abrazándose a Jakob en el graderío. La gente, las felicitaciones. Lo recuerdo todo como si yo fuera el puto Gene Hackman. Fue un año maravilloso. Fuimos a Chicago al campeonato nacional, pero, no pasamos de la primera ronda. Aún así, la historia ya estaba escrita.
- Pues es un final feliz...
- Claro, y por eso no entiendes por qué ahora soy un jodido hermitaño con un niño medio tarumba que caza liebres y grévoles para comer, ¿eh?
- Ya.
- Pues te lo contaré, claro que te lo contaré, joder. La noche del 31 de Marzo de 1992, o 93, voy perdiendo memoria, el alcalde nos agasajó en su casa. A todo el equipo. Con todas nuestras familias y algún invitado más. Recuerdo que vestía la chaqueta americana de cuadros de mi boda y una corbata que Lisa me había regalado por mi cumpleaños. Antes de llamar a la puerta de la casa del alcalde, Lisa me miró a los ojos y me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Yo la contesté te quiero, ella lo repitió, nos besamos y llamamos a la puerta. Ya sabes, me entiendes. Entre los invitados estaban el rector de la Universidad cristiana de Storm Lake y el director de deportes. Después de la cena, hablaron conmigo. Lee Paul y Jensen se habían enrolado ya. Querían contar conmigo como entrenador. Somos estúpidos. Todos somos estúpidos. Nuestro puto ego. Me sentía tan orgulloso de mí. Brindamos por la oferta y busqué a Lisa entre toda la gente. En un rincón, la vi hablando con Pearce, uno de los jugadores del equipo, un jugador mediocre pero agraciado que era el ídolo de las cheerleaders. Pearce era el hijo de Heidi, una de las amigas de la infancia de Lisa. Solo estaban hablando, reían. Sin más. Me di la vuelta y fui al bar. Durante un par de horas más, esquivé a Lisa, acepté halagos y bebí. Cuando casi todo el mundo había abandonado la fiesta, Lisa me alcanzó, y con una mirada de reproche, me dijo que ya era hora de irse a casa. ¿Dónde está Pearce?, la pregunté. Por supuesto, no me entendió. Nos montamos en el coche sin dirigirnos la palabra. Quería conducir ella, pero no la dejé. Y te lo voy a contar rápido porque no quiero contarlo. Ahí abajo, junto a los depósitos de grano, cuando veníamos discutiendo sobre cosas que prefiero no recordar pero te puedes imaginar, los focos de un coche que venían de frente me cegaron y, sin reflejos por el alcohol, el coche se deslizó por la ribera, golpeó contra un mojón por el lado del copiloto y cayó al río. Cuando me desperté, estaba en el hospital. Un día más tarde me dijeron que Lisa había muerto.
Los dos nos giramos al oír un ruido seco fuera. Esperamos a que se repitiera. Cuando se repitió, nos asomamos a la ventana. Jakob estaba fuera, en la oscuridad, alumbrado por la luna, lanzando piedras contra su triciclo que, durante todos esos meses que les visité, permaneció tirado sobre las hojas secas. Sin movernos de la ventana, Alan terminó su historia lacónicamente:
- A la gente se le había acabado la compasión. Así que acepté el papel que me había tocado. Me encerré aquí y me convertí en lo que soy. Y lo hice sin miedo por una sola razón: sé que ese niño es más listo que yo. Sé que un día abandonará esta casa y no volverá a mirar atrás. Y sé que estos putos fantasmas no conseguirán acabar con la esperanza. Eso lo sé.
En los días siguientes, intenté averiguar si todo lo que me había contado era cierto, pero la gente del pueblo parecía haberlo olvidado todo. En el aparador de los trofeos, en el gimnasio, había varias fotos viejas, en algunas, me parecía reconocerlo a él, de joven, vestido con corbata, erguido y sereno. Una noche fui al bar, al único bar del pueblo, escondido en un rincón detrás de la gasolinera, y busqué y esperé a Quentin hasta que apareció por la puerta y me saludó sin asomar sorpresa. Le pregunté mientras le invitaba a la segunda cerveza. Y simplemente me contestó: ese jodido Alan era un buen entrenador, y un buen padre, y un buen marido, pero este pueblo es un maldito lugar para ser cualquiera de esas cosas o las tres a la vez. Ese puto bosque está maldito. Le pagué una tercera ronda por adelantado y me fui. No volví a hablar con Alan de ello. El resto de los viernes que lo visité, hablábamos de caza, paseábamos por el bosque, me enseñó a hablar en un inglés que ya nadie hablaba. Con el crío, solía jugar a explorar. Creo que se aburría, pero sabía que, en el fondo, le gustaba estar con alguien que sabía que lo veía de una manera distinta, casi enigmática.
El día que me enseñó el mapa, el día que me iba, los dos me despidieron desde la puerta de la casa del tejado rojo. Cuando ya me iba a dar la vuelta para marcharme, Jakob pronunció mi nombre, se acercó hasta mi altura y me ofreció un pequeño objeto envuelto en un pañuelo. El padre me sonrió. Sin apenas abrir la boca, le oí decir: nunca olvides que somos muy estúpidos, estáte siempre alerta. Jakob me guiñó un ojo, y yo me di la vuelta sin haber resuelto el misterio.
Cogí el avión sin haber resuelto el misterio.
Volví a casa sin haber resuelto el misterio.
Un mes más tarde, perdiendo el tiempo en la habitación, encontré la medalla que me habían envuelto en aquel pañuelo, grabado en la esfera dorada, en un inglés que aún habla la gente, ponía "ganadores del campeonato escolar del estado 1992" o 1993, no sé, hace como un par de años que perdí la medalla al mudarme de casa, te lo creas o no.
Y eso fue todo. Esa es la historia del Dennis Hopper de Iowa. Hace un par de días, en casa de un amigo, enredando en sus canales de la televisión digital, me di de bruces con la película de Gene Hackman. Entonces me acordé del día que esperé, con mis rodillas ensangrentadas, mi gorro de lana, y mi cara enrojezida por el frío y rígida por el miedo. ¿Dónde está Jakob? Pues lo sé, pero no pienso contarlo. Prefiero que algún día, sea el inicio de otra historia mejor que el final de esta donde, la única felicidad, las únicas perdices, son las que colgaban de la canana de Alan aquel día en el que empecé a aprender que somos estúpidos, y hay que estar siempre alerta.