viernes, 1 de octubre de 2010

Dennis Hopper


Sobre todo en noviembre. Sobre todo cuando iba correr tarde. O por la tarde, vamos, porque oscurecer, oscurecía muy temprano. Generalmente, corría por las mañanas. Hasta las diez no entraba a trabajar y siempre estaba despierto a las seis de la mañana. Nunca conseguí acostumbrarme al cambio de horario y, si lo hice, no quise hacerlo. Si lo hacía mi cuerpo, parecía que mi cabeza se empeñaba por estar en otro continente, pegada a otro meridiano. Pocas cosas tenía que hacer con cuatro horas por delante, así que me iba a correr. Algunos días, había soñado que comía, o que corría, o quizás hasta que hacía el amor, y me levantaba cansado o perezoso o saciado, así que dejaba lo de correr para la noche. Y, sobre todo esos días, y sobre todo en noviembre, era cuando aquella casa me llamaba más la atención y me daba más miedo. Y todo el mundo lo sabe, el terror es un potenciador de la curiosidad.
Así que un día que hacía mucho frío y estaba oscureciendo, aún así salí a correr con mis guantes y mi gorro de lana, me detuve a la entrada de Moorehead Park y esperé. Pero primero os contaré qué ruta seguía.
Creo que en total sumaba como unos siete u ocho kilómetros. Salía de casa por la puerta del patio y bajaba por Main Street hasta el primer puente, donde, a la izquierda, comenzaba el camino asfaltado que seguía el riachuelo. Remontaba todo el cauce entre patios traseros y jardines que daban a la calle hasta llegar a la explanada de los depositos de grano, a la orilla de la carretera, por donde cruzaba otro puente, éste alambrado, que dejaba el río atrás, se alejaba del pueblo y me llevaba hasta la humedad del bosque. A la entrada del bosque había una pequeña cabaña de madera y, en frente, una vieja escuela. Ahí comenzaba Moorehead Park, una especie de reserva natural con varios lagos de poco calado y cotos de caza. Los árboles, frondosos y ausentes, se tragaban los caminos y todos empezaban a empinarse. A los dos kilómetros, se cruzaban varios en una bifurcación, justo donde un dique que parecía natural detenía un pequeño lago y una ligera pradera de césped bien cortado servía de zaguán antes de entrar al bosque. Ahí solía dar la vuelta. A veces, me paraba a respirar. Los domingos solía venir en bicicleta y me sentaba a leer en un banco. Nunca duraba más de veinte minutos, y cuando me giraba para seguir corriendo de regreso a casa, corría más rápido que nunca. Había algo gélido e inquietante en aquel paraje natural, bello pero en suspenso. Nunca me encontraba con nadie. Nunca parecía que hubiera habido nadie allí antes. Los árboles no se mecían. El viento no soplaba. El lago parecía de cristal. Siempre, en invierno y en verano. Me daba la sensación de que no estaba invitado. Claro que exagero, pero yo corría sin mirar para atrás, por si acaso.
Y volvamos a la casa. La casa estaba a unos doscientos metros de la cabaña y la escuela, junto a la entrada del parque, subida a una colina apenas visible entre los hayedos. El camino asfaltado la dejaba a un lado. Cuando iba hacia el lago, metiéndome en el parque, pasaba tan cerca y la foresta era tan gruesa que apenas veía la casa. De hecho, nunca me había fijado en ella con atención. Quizás, también, porque el camino se ponía cuesta arriba y solía mirar hacia el suelo mientras jadeaba. Pero al volver, y con las prisas que siempre llevaba, el bosque parecía abrirse, y se veía una pared de láminas y un tejado rojizo. Una pequeña ventana con bastones de plástico. Nada más.
El día que esperé, como os decía, hacía mucho frío. Toda la semana había hecho frío. A principios de la semana, incluso nevó. Ligeramente para los vecinos, copiosamente para mí, que me sentí ridículo por alimentar un entusiasmo que ellos no compartían. El frío lo había dejado atrás al coger el camino y pronto había entrado en calor. Corría cómodo y ligero. Iba pensando en alargar el entrenamiento cuando volviera, subir hasta la escuela, girar por detrás del garaje de los autobuses, coger un camino de tierra hasta que ya no pudiera seguir corriendo y después tener que caminar. Pensando en todo eso llegué hasta el lago y sentí el mismo escalofrío de siempre. Como si me estuviera observando el agua estancada, como si los pinos del bosque me fruncieran el ceño. Pero al llegar al final de la cuesta, a la bifurcación donde los caminos se juntaban y se perdían hacia el bosque, paré en seco. Tan en seco que no hizo falta ni que recuperara la respiración tras el esfuerzo. La perdí del todo. En el suelo, había un rastro de sangre. De una sangre muy roja, caliente, reciente, no sé. Un rastro de gotas que, de repente, se convertían en gruesas líneas. Las líneas se perdían en el césped y la dirección parecía llevar al lago, o quizás al bosque que había dejado atrás, el que crecía a la izquierda del camino. Me di la vuelta. Desde allí arriba se veía todo el camino que había venido corriendo, y unos cuantos árboles que caían del bosque hasta el fondo, justo por donde el camino cruzaba la fronda para salir al rincón de la cabaña y la escuela. Todo parecía estar ahora muy lejos. No se oía nada. Pero vi algo. Mi corazón palpitó más que cuando subía aquella cuesta corriendo. Al comienzo del camino, un niño, subido en un triciclo, me estaba mirando. Sin gafas, solo intuía su forma y su quietud, pero era un niño, con las manos en el manillar, mirándome. Cuando se dio cuenta de que le había visto, se puso de pie, cogió el triciclo y echó a correr, hacia los árboles, hacia la casa de la que, desde allí arriba, veía claramente el tejado rojo y un humo gris que salía de una pequeña chimenea.
Volví a girarme, miré la sangre. Iba hacia el lago, o quizás hacia el bosque. Miré hacia el otro lado. No venía de ningún lado. Nacía allí. En el cruce de caminos. Joder. Eché a correr como un loco, pero sin querer avanzar. Fue la sensación más extraña de mi vida. Huía de dos sitios y avanzaba hacia uno. Bajaba la cuesta a enormes zancadas, y cada vez me acercaba más a la casa. Con la velocidad, cuando estuve cerca, la casa parecía ir partiéndose a cuchillo con cada tronco de árbol. Iba mirando a mi derecha, pegado a la izquierda del camino, rogando por llegar hasta la escuela y la cabaña. Pasé la casa, llegué a los árboles de la entrada, y cuando ya veía la cabaña miré hacia atrás. Y ahí estaba el niño, al comienzo de un camino de tierra que subía hacia la colina. Sentado en su triciclo, sonriente. Eso fue todo lo que pude ver mientras corría y miraba hacia atrás. Claro que me tropecé. Me caí de bruces contra la piedrilla del camino. Me levanté sin sentir dolor. Seguí hasta llegar a la cabaña. Jadeando, me escondí detrás. Me senté en el suelo. Me sacudí las rodillas ensangrentadas. Recuerdo que dije, joder, puto niño. E intenté recuperar la respiración.
Quizás me quedara allí unos cinco minutos. Sin moverme, escuchando el ruido de los coches que pasaban por la carretera a unos metros de allí, junto al puente alambrado. Supongo que pensaba en seguir andando hasta casa. La escuela quedaba más cerca. Podía acercarme e ir al baño, limpiarme las rodillas. Me sentiría seguro. Pero algo me agarraba al suelo. Volver y esperar. Y como ya sabéis, esperé. Así que no hace falta que os diga que, mientras me decía a mí mismo que tenía una imaginación calenturienta y que por mucho que aquello fuera américa no era como en las películas, volví sobre mis pasos, crucé los árboles, y me quedé quieto en el camino de tierra donde antes estaba el niño, y ahora no.
Y sí. Me puse a subir. Lentamente, estirando el cuello, intentando alcanzar con la mirada la casa. Y sí, ya había oscurecido casi por completo. Hacía frío. La luna nacía y era intensa y su luz me alumbraba el camino como si fuera media tarde. No oía nada. No veía nada. Llegué a la altura del porche de la casa. Y me paré. A esperar. A mirar. Había luz en una de las ventanas. La puerta estaba entreabierta. El porche, vacío, solo tenía un banco de madera en una de las esquinas. Ya no salía humo de la chimenea. El triciclo estaba allí, tirado, entre las hojas que habían caído de los árboles muchos meses antes. No se oía nada.
Esperé.
Entonces escuché algo. Pero era detrás de mí. Un crujido. El crujido de las astillas del suelo. El crujido de las películas de miedo. Mis rodillas temblaron, dolieron como no habían dolido con la caída. De golpe, sentí todo el frío de la noche. Me dio por pensar si la familia me echaría de menos. Nadie sabía que había salido a correr. Me di la vuelta.
Frente a mí, un hombre de unos cuarenta años, con una barba profunda, ojos oscuros, un gorro de lana, una escopeta al hombro y una canana de la que colgaban varias aves muertas, me sonreía con una dentadura mellada y amarillenta. Llevaba un abrigo raído, tiznado y holgado, unos pantalones de pana manchados por la sangre que goteaban las piezas de caza y unas botas de monte con las punteras embarradas. A su lado, el niño rubio de pelo revuelto me miraba con ojos curiosos mientras jugueteaba con un palo que se atizaba con cuidado contra la pernera del pantalón. Me guiñó un ojo.

Cada viernes, sin faltar uno, de los siguientes seis meses, subí por aquel camino de tierra. Siempre con una bolsa del supermercado repleta de manzanas de Missouri y una botella de bourbon. A veces, también le subía algo de tabaco. El último viernes que subí, dos días antes de coger el avión de regreso a mi país, Jakob, el niño, me esperó junto a la cabaña de la entrada a Moorehead Park. Decía que antes de que me fuera quería enseñarme algo. Tenía una llave en la mano. Me cogió de la mía y me llevó hasta la escuela. Con la llave abrió la puerta, y la puerta parecía abrirse a otro mundo. Los pupitres, los libros, las caperuzas en los ganchos. Un siglo de historia guardado bajo llave. Me dijo que le siguiera. Fuimos hasta la pizarra y mientras yo observaba la mesa de la profesora, Jakob deslizó el mapa y me dijo, mira, señalando un punto exacto en él. Allí estaba mi ciudad. ¿Ésa es tu casa, no?, preguntó en su idioma. Yo le había contado cómo echaba de menos el mar y las montañas. Sí, le contesté acercándome al mapa. Ellos ya lo conocían, hace ya tantos años, ¿verdad? Y dije que sí con la cabeza, sonriéndole.

El padre de Jakob, Alan el cazador, vivía en aquella casa desde hacía veinte años, cuando, con otros veinte, el joven Alan se encontró sin padres. Los abuelos de Jakob fallecieron en una epidemia de gripe que azotó su pueblo por sorpresa. Llegó, mató primero a la madre, después al padre, y después se fue como si hubiera hecho su trabajo y ya no le quedara nada por hacer. Así lo contaba Alan. Y añadía, después de pasar el trago y retomar la historia de su vida:
- Lo sé, ahora parece un lugar tétrico. Pero antes esto no era así. Los árboles estaban, y la fronda, y el lago arriba, pero había más casas tras el talud. Todos nos reuníamos abajo, en la cabaña. Así conocí a Lisa, la madre de Jakob. Y esta casa brillaba incluso sin la luna. Lisa plantaba rosales junto al porche. Teníamos un columpio en el roble. Junto al nocedal, yo cuidaba una huerta, y teníamos un perro, Billy. ¿Te acuerdas Jakob? Jakob llegó a conocerlo, pero era ya muy viejo.

Alan recibió la casa de un tío lejano que marchó a vivir a otro estado y del que no volvió a saber nada. En diez años, vivió allí sin papeles, sin propiedades. Un día llamaron a la puerta y alguien le dijo que no tenía derecho a vivir en su casa, en su propia casa. Pero ésa es otra historia, una historia que, además, terminó con un final feliz. El caso es que con veinte años, Alan había abandonado huérfano su pueblo y había venido a otro a unas ocho horas de viaje al norte porque un tío lejano se apiadó de él. Sin conocer a nadie, encontró trabajo en el trigo. Hacendó la casa. Fue conociendo a los vecinos. Cultivó la tierra. Acabó por conocer a Lisa. Cuando quiso darse cuenta, tenía una familia y una comunidad.

Cuando yo le conocí tenía 44 años, pero aparentaba 60 si la luz de la hoguera le daba de lado. De la familia quedaba Jakob, un niño de doce años, silencioso y de ojos huraños, que no iba al colegio y conocía todos los rincones de aquel parque. De la comunidad, no quedaba nadie. "A veces viene el cura, el evangelista, pero lo ahuyenta Jakob con el palo, ¿verdad?" Hasta que no pasaron un par de meses, y ya era mucho el bourbon que habíamos compartido, no me atreví a preguntarle qué paso. Y el comenzó la historia así, aunque yo la traduzco y, sinceramente, ya no es lo mismo:

- ¿Tú sabes quién era Shooter?
- ¿Shooter? No, no sé.
- ¿No has visto esa película de Gene Hackman en la que marcha a Indiana a entrenar un equipo de baloncesto de pueblo?
- Ah, sí, claro, joder, sí, sí, pero, ¿quién era Shooter? ¿Gene Hackman?
- No. Shooter era el segundo entrenador.
- Ah, el...
- Sí, dilo, el borracho.
- Bueno, pero termina bien.
- Sí, pero la realidad siempre supera a la ficción. Y, sobre todo, en la tragedia.

Jakob, sin hacer ruido y resignado, salió de la habitación. Una sala de estar repleta de objetos, de mesillas, de sillas, de mantas, de todo tipo de cachivaches. En un costado de la chimenea, se apilaba la madera seca. Él y yo compartíamos mesa, una mesa cerca del fuego. Sobre la mesa dos vasos y un cenicero, y una botella en el medio. Yo fumaba. El bebía. Él hablaba mirando al vaso y yo escuchaba intentando descifrar que decía sin decirlo.

- Verás. Con quince años jugaba al baloncesto en mi pueblo. Era rápido y listo. Ágil y fuerte. Corría el contrataque como ninguno y tocaba con la palma el tablero. Era divertido, pero a mi padre no le gustaba. Me dejaba jugar porque el alcalde se lo pedía. Yo me sentía demasiado orgulloso. En el colegio, todos me guardaban un sitio en el comedor. Para cuando llegué aquí, ya me había olvidado del juego. Mi vida era otra. Por aquel entonces, nadie soñaba con ser profesional, como ahora, pero cuando empecé a tener una vida llevadera y asentada, empecé a echarlo de menos. El entrenador del instituto era mi capataz. Cuando terminábamos de trabajar, hablábamos de baloncesto mientras bebíamos un trago de cerveza. Así que, al final, me ofreció ser su segundo entrenador. Fueron unos años fantásticos. Siempre clasificábamos al equipo para las finales del condado. Un chaval, Lynn, del que todavía hablan en el pueblo, llegó a jugar las finales universitarias con Iowa State. Lisa estaba embarazada de Jakob y acabábamos de comprar un pequeño terreno junto a la estación. Íbamos a construirnos una nueva casa más cerca del pueblo. Entonces, yo empecé a beber. Supongo que siempre he bebido. No lo sé. Mi padre lo hacía, a escondidas, aunque yo lo sabía, y mi madre también. Todos somos débiles y estúpidos. Y yo soy más estupido que ninguno. Empecé a beber cuando todo iba bien, sin motivo, sin excusas. Un día celebrábamos algo, al siguiente brindábamos, quizás no había nada que hacer. Por inercia. Hasta que un día cualquiera discutía por cualquier bobada con Lisa, por el barro de mis botas, porque no había leche en la nevera, por cualquier gilipollez, y acababa en el bar. Así, casi sin darme cuenta. El día que Lisa estaba dando a luz a Jakob, yo estaba emborrachándome con Quentin.
- ¿Quentin?
- Sí, Quentin, ése, el que tú conoces, el bedel de tu colegio, el que podría ser algo así como el tonto del pueblo. No te lo ha contado nadie, ni te lo contarán, porque todo el mundo lo ha olvidado, incluso él mismo, pero Quentin fue joven, y listo, y con un futuro brillante, como yo. Pero los dos acabamos en el mismo lugar, aunque llegamos por caminos distintos.
- Y qué paso.
- Pasó lo que pasa en la película. Un día expulsaron al entrenador, y yo estaba medio borracho, y la armé. Otro día me pegué con uno de los jugadores en el entrenamiento. Todo fue muy rápido. Para cuando quise darme cuenta, Lisa ya ni me miraba. Nuestro hijo, Jakob, crecía sin que yo me diera cuenta. Habíamos perdido el terreno que compramos porque yo me lo había bebido. Y el capataz me había dado una última advertencia. Soñaba con mis putos padres todos los días, y empecé a caminar como un sonámbulo cada noche, por este puto bosque, durmiendo en las cañadas y en las ramas de los árboles. Pero no duró más que un año. Un día, Lisa me levantó de la cama a gritos. Me agarró del brazo, y en medio de la noche, me llevó hasta al lago, hasta ahí arriba, hasta donde corres antes de dar la vuelta. No lloraba, pero lo había hecho. Llevaba a Jakob en brazos y yo ni me había dado cuenta, solo gritaba, déjame en paz, loca, qué coño haces. Cuando llegamos al lago todo brillaba. Era verano. La luna aquí, ya sabes, es preciosa. No parecía el escenario adecuado. De eso me acuerdo, y de que, a pesar de todo, ella estaba preciosa. Me gritaba: tírate. Sabía que yo no sabía nadar. Tírate, ahógate, mátate, pero hadlo ya, rápido, delante de tu hijo, mátate y deja de matarnos a nosotros poco a poco, ten piedad por una vez en tu vida. Luego hubo un enorme silencio, se dio media vuelta, y se fue. Dejé de beber. El capataz volvió a confiar en mí. Quentin se quedó solo. A la temporada siguiente, el capataz se jubiló y la comunidad decidió que yo podía ser el entrenador. Yo sentía, pero ellos no lo sabían, que la mierda aún estaba dentro, pero la tenía controlada, ¿sabes? Tenían compasión, mucha compasión, pero la compasión puede ser muy mala. Sí. Acepté el cargo. La gente no sabía qué pasaba en el vestuario, en los entrenamientos. Era un jodido tirano. Trataba a los chavales con una disciplina férrea. No podían dirigirme la palabra. Y había talento. Llevábamos tres años haciendo el equipo, el capataz también lo sabia. Moses, Gable, Randy, Dowson, Lee Paul, Jensen... Todos acabaron en la universidad. Dowson vive ahora en Nueva York, es abogado. Ganamos el campeonato del condado. Fuimos al del estado, y lo ganamos también. No era solo la primera vez que nuestra escuela lo ganaba, era la primera vez que alguien del condado lo ganaba, la primera vez que una escuela menor la ganaba. Joder. Recuerdo a Lisa abrazándose a Jakob en el graderío. La gente, las felicitaciones. Lo recuerdo todo como si yo fuera el puto Gene Hackman. Fue un año maravilloso. Fuimos a Chicago al campeonato nacional, pero, no pasamos de la primera ronda. Aún así, la historia ya estaba escrita.
- Pues es un final feliz...
- Claro, y por eso no entiendes por qué ahora soy un jodido hermitaño con un niño medio tarumba que caza liebres y grévoles para comer, ¿eh?
- Ya.
- Pues te lo contaré, claro que te lo contaré, joder. La noche del 31 de Marzo de 1992, o 93, voy perdiendo memoria, el alcalde nos agasajó en su casa. A todo el equipo. Con todas nuestras familias y algún invitado más. Recuerdo que vestía la chaqueta americana de cuadros de mi boda y una corbata que Lisa me había regalado por mi cumpleaños. Antes de llamar a la puerta de la casa del alcalde, Lisa me miró a los ojos y me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Yo la contesté te quiero, ella lo repitió, nos besamos y llamamos a la puerta. Ya sabes, me entiendes. Entre los invitados estaban el rector de la Universidad cristiana de Storm Lake y el director de deportes. Después de la cena, hablaron conmigo. Lee Paul y Jensen se habían enrolado ya. Querían contar conmigo como entrenador. Somos estúpidos. Todos somos estúpidos. Nuestro puto ego. Me sentía tan orgulloso de mí. Brindamos por la oferta y busqué a Lisa entre toda la gente. En un rincón, la vi hablando con Pearce, uno de los jugadores del equipo, un jugador mediocre pero agraciado que era el ídolo de las cheerleaders. Pearce era el hijo de Heidi, una de las amigas de la infancia de Lisa. Solo estaban hablando, reían. Sin más. Me di la vuelta y fui al bar. Durante un par de horas más, esquivé a Lisa, acepté halagos y bebí. Cuando casi todo el mundo había abandonado la fiesta, Lisa me alcanzó, y con una mirada de reproche, me dijo que ya era hora de irse a casa. ¿Dónde está Pearce?, la pregunté. Por supuesto, no me entendió. Nos montamos en el coche sin dirigirnos la palabra. Quería conducir ella, pero no la dejé. Y te lo voy a contar rápido porque no quiero contarlo. Ahí abajo, junto a los depósitos de grano, cuando veníamos discutiendo sobre cosas que prefiero no recordar pero te puedes imaginar, los focos de un coche que venían de frente me cegaron y, sin reflejos por el alcohol, el coche se deslizó por la ribera, golpeó contra un mojón por el lado del copiloto y cayó al río. Cuando me desperté, estaba en el hospital. Un día más tarde me dijeron que Lisa había muerto.
Los dos nos giramos al oír un ruido seco fuera. Esperamos a que se repitiera. Cuando se repitió, nos asomamos a la ventana. Jakob estaba fuera, en la oscuridad, alumbrado por la luna, lanzando piedras contra su triciclo que, durante todos esos meses que les visité, permaneció tirado sobre las hojas secas. Sin movernos de la ventana, Alan terminó su historia lacónicamente:
- A la gente se le había acabado la compasión. Así que acepté el papel que me había tocado. Me encerré aquí y me convertí en lo que soy. Y lo hice sin miedo por una sola razón: sé que ese niño es más listo que yo. Sé que un día abandonará esta casa y no volverá a mirar atrás. Y sé que estos putos fantasmas no conseguirán acabar con la esperanza. Eso lo sé.
En los días siguientes, intenté averiguar si todo lo que me había contado era cierto, pero la gente del pueblo parecía haberlo olvidado todo. En el aparador de los trofeos, en el gimnasio, había varias fotos viejas, en algunas, me parecía reconocerlo a él, de joven, vestido con corbata, erguido y sereno. Una noche fui al bar, al único bar del pueblo, escondido en un rincón detrás de la gasolinera, y busqué y esperé a Quentin hasta que apareció por la puerta y me saludó sin asomar sorpresa. Le pregunté mientras le invitaba a la segunda cerveza. Y simplemente me contestó: ese jodido Alan era un buen entrenador, y un buen padre, y un buen marido, pero este pueblo es un maldito lugar para ser cualquiera de esas cosas o las tres a la vez. Ese puto bosque está maldito. Le pagué una tercera ronda por adelantado y me fui. No volví a hablar con Alan de ello. El resto de los viernes que lo visité, hablábamos de caza, paseábamos por el bosque, me enseñó a hablar en un inglés que ya nadie hablaba. Con el crío, solía jugar a explorar. Creo que se aburría, pero sabía que, en el fondo, le gustaba estar con alguien que sabía que lo veía de una manera distinta, casi enigmática.
El día que me enseñó el mapa, el día que me iba, los dos me despidieron desde la puerta de la casa del tejado rojo. Cuando ya me iba a dar la vuelta para marcharme, Jakob pronunció mi nombre, se acercó hasta mi altura y me ofreció un pequeño objeto envuelto en un pañuelo. El padre me sonrió. Sin apenas abrir la boca, le oí decir: nunca olvides que somos muy estúpidos, estáte siempre alerta. Jakob me guiñó un ojo, y yo me di la vuelta sin haber resuelto el misterio.
Cogí el avión sin haber resuelto el misterio.
Volví a casa sin haber resuelto el misterio.
Un mes más tarde, perdiendo el tiempo en la habitación, encontré la medalla que me habían envuelto en aquel pañuelo, grabado en la esfera dorada, en un inglés que aún habla la gente, ponía "ganadores del campeonato escolar del estado 1992" o 1993, no sé, hace como un par de años que perdí la medalla al mudarme de casa, te lo creas o no.
Y eso fue todo. Esa es la historia del Dennis Hopper de Iowa. Hace un par de días, en casa de un amigo, enredando en sus canales de la televisión digital, me di de bruces con la película de Gene Hackman. Entonces me acordé del día que esperé, con mis rodillas ensangrentadas, mi gorro de lana, y mi cara enrojezida por el frío y rígida por el miedo. ¿Dónde está Jakob? Pues lo sé, pero no pienso contarlo. Prefiero que algún día, sea el inicio de otra historia mejor que el final de esta donde, la única felicidad, las únicas perdices, son las que colgaban de la canana de Alan aquel día en el que empecé a aprender que somos estúpidos, y hay que estar siempre alerta.

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