martes, 18 de febrero de 2014

Jim Thorpe



Lo que más me atraía de esta historia es que se podían contar más de una: la del propio Jim Thorpe, la de su familia, la de los comienzos de la modernidad en los Juegos Olímpicos, la de los Nativos Americanos en los Estados Unidos del siglo XX... o la de Robert W. Wheeler y su familia.

Antes de empezar a escribirla, tuve que decidir si me centraba en la historia de Thorpe o en la del propio Wheeler, y, aunque, en gran parte, mi entrada no sea más que un fusilamiento del trabajo de toda una vida, el trabajo que han llevado a cabo el investigador Robert W. Wheeler, su mujer Florence Ridlon, y hasta el hijo de ambos, al final, decidí que a los tres les gustaría más, si es que llegaran a tener noticias de este humilde homenaje, que me concentrara en resaltar la historia del atleta norteamericano, que si, por el contrario, decidiera hacerlo en los años que ellos han dedicado a estudiar y reivindicar su figura. En cualquier caso, era obligado hacer mención de ello y, tanto ahora, aquí, al principio, como a lo largo de la entrada, su investigación será el fondo del contenido de esta entrada. 

Jim Thorpe se llamaba, en realidad, James Francis Thorpe, pero también Wa-Tho-Huk (traducido al inglés, Bright Path, y al castellano, Sendero Brillante, según he visto escrito, aunque a mí me gusta más Camino Luminoso). Medía 1,85 y pesaba unos 92 kilos. Nació el 28 de Mayo de 1888 en Pottawatomie County, Oklahoma, y murió a los 64 años de edad, el 28 de Marzo de 1953, en Lomita, California. Sus padres eran ambos Nativos Americanos con antepasados europeos: su padre era mitad irlandés y su madre, mitad francesa. Él nació en una reserva de indios Sac and Fox. Según explicaba el propio Robert W. Wheeler, en aquellos primeros años, sus padres le educaron en la reverencia a dios, la naturaleza, la vida, la disciplina y el deporte, creando en el joven Thorpe un carácter amable y asertivo que le acompañaría durante el resto de su vida; igualmente, las costumbres y la formación en su infancia sirvieron para robustecer unas cualidades físicas que ya dejaban entrever las posibilidades de un niño que, con pocos años, acompañaba en largas caminatas de caza a su padre y le ayudaba en la batida de caballos salvajes.

Aquel niño de la reserva india pasó, finalmente, a la historia por ser uno de los deportistas más versátiles del deporte moderno. Jugó profesionalmente al fútbol americano y el béisbol, pero también sobresalió en baloncesto, atletismo, bailes de salón (fue campeón interuniversidades de bailes de salón en 1912), natación, hockey, billar, patinaje artístico sobre hielo, boxeo, lacrosse... Su palmarés deportivo reluciría tan solo con mencionar que consiguió dos medallas de oro olímpicas, ambas en las Olimpiadas de 1912, y en dos de las pruebas más duras de aquella edición (y de muchas otras): el pentatlón y el decatlón.

Sin embargo, resumir su carrera deportiva sin incidir en ciertos detalles sería injusto a la hora de resaltar la importancia y relevancia de su figura, sobre todo, desde un punto de vista histórico. Bastaría con decir que Thorpe perdió sus medallas olímpicas poco después de regresar a los Estados Unidos, al acusársele de jugar profesionalmente al béisbol durante el verano anterior a las olimpiadas, violando, así, las reglas de amateurismo que regían, por entonces, al deporte olímpico. Solo 30 años después de su muerte, y en gran parte gracias a la insitencia de Robert W. Wheeler y Florence Ridlon, el Comité Olímpico Internacional, encabezado por Juan Antonio Samaranch, decidió restaurar aquellas medallas olímpicas y devolvió a Thorpe la gloria de su triunfo.

Después hablaremos con más detalle de todo ese proceso: de lo que ocurrió antes y después, e incluso durante aquellas olimpiadas de 1912. Pero hay muchos más datos, a pesar de que hablamos de una época en la que el deporte profesional no contaba con los instrumentos con los que cuenta ahora para resumir la trascendencia numérica y estadística de un jugador, para convencernos del valor de la carrera deportiva de Jim Thorpe.

Por ejemplo, la NFL le incluyó en el mejor equipo de los años 20 y en el mejor equipo de la historia cuando se cumplió el cincuenta aniversario de la llegada del profesionalismo al fútbol americano. Entró en el Hall of Fame del fútbol profesional americano en 1963 y ya lo era del universitario desde 1951. En 1950, Associated Press organizó una encuesta entre 400 escritores deportivos y se le votó como el deportista más importante de los primeros cincuenta años del siglo XX. En 1999, Associated Press repitió la encuesta y acabó en tercer lugar detrás de George Herman "Babe" Ruth y Michael Jordan. En 1973, Richard Nixon proclamó que el 16 de Abril era el día de Jim Thorpe. Pero, si, como suele ocurrir habitualmente, la cultura popular es la que ayuda a glorificar la figura de los deportistas profesionales, cabría destacar como, en 1951, Warner Bros produjo una película protagonizada por Burt Lancaster en la que el actor newyorkino hacía el papel del propio Jim Thorpe. Dirigida por Michael Curtiz, ya sabéis, el mismo que pasó a la historia con Casablanca, y con música de Max Steiner, la película estaba basada, en parte, en la autobiografía del propio Jim Thorpe, quien, además, tenía un pequeño papel en la película, lo que hoy en día se llama un cameo, como ayudante de uno de los entrenadores (abajo tenéis el trailer).

Thorpe empezó ya a destacar siendo muy joven. Permaneció como profesional hasta una edad muy madura (jugó hasta los 41 años y con suficiencia), e, incluso, entre 1920 y 1921, compaginó su trabajo como jugador con los roles de entrenador y de presidente, al menos nominalmente, de la American Professional Football Association (APFA), que poco después pasaría a ser la National Football League (o NFL), uno de los mayores negocios deportivos de hoy en día. Sin embargo, como decía, empezó a despuntar cuando jugaba para el Instituto Carlisle en Pensilvania, equipo del que llegó a ser capitán en 1912. De hecho, ya incluso antes, cuando jugaba el fútbol americano en la escuela de la Agencia India en Stroud o mientras estuvo en el instituto Haskell, una escuela privada para nativos americanos en Lawrence, Kansas, sus habilidades para el deporte ya empezaron a llamar la atención. En cualquier caso, fue más adelante, en Carlisle, cuando el joven Thorpe empezó a despuntar en una gran variedad de deportes, pero, sobre todo, en fútbol americano y béisbol. De entre todos sus logros durante aquella época, se recuerda, especialmente, uno: el partido contra Harvard en 1911, cuando Thorpe lideró a su equipo, consiguiendo todos los puntos que les dieron la  victoria (18 a 15) ante una Harvard que llevaba un año sin perder un solo partido y que permaneció tres años más sin ser derrotada después de perder ante Carlisle. También se recuerda un memorable partido, en 1912, contra Wes Point, donde la estrella era Dwight D. Eisenhower, futuro trigésimo cuarto presidente de los Estados Unidos y quien, muchos años después del enfrentamiento, aún seguiría evocando a Jim Thorpe como a uno de los mejores jugadores a los que tuvo la oportunidad de enfrentarse. De hecho, durante mucho tiempo, se dijo que fue en aquel partido cuando comenzaron los problemas físicos que le llevarían a la retirada, pero no fue así.

Tras su éxito en edad universitaria y su experiencia olímpica, de la que hablaremos más tarde, Thorpe recibió multiples ofertas para hacerse profesional. Y provenían de los más diversos deportes. Por ejemplo, recibió una oferta de un equipo de hockey sobre hielo de Toronto u otra, que descubriría el campeón del mundo de los pesos pesados en los años veinte, Jack Dempsey, mucho más tarde, para ser boxeador profesional. Aún así, Thorpe decidió jugar al béisbol, volviendo al fútbol cada época invernal, como era costumbre, ya que el fútbol americano no era, por entonces, un deporte tan popular como lo es ahora. Durante 20 años, Thorpe compaginó ambos deportes, y eso que siempre se vendió la imagen de que era vago, por otra parte, un tópico habitual de la época con el que se menospreciaba a los nativos americanos.

En resumidas cuentas, Thorpe comenzó una carrera profesional que destaca, como ya hemos explicado, por su sorprendente, incluso hoy en día (diría, más bien, que más hoy en día), versatilidad. Finalmente, decidió firmar, en 1913, un contrato con los Giants de New York que le convirtió en el rookie mejor pagado de la historia. Además de para los New York Giants, jugó al béisbol para los Boston Braves, Cincinnati Reds y Milwaukee Brewers y, durante muchos de esos años, como ya hemos comentado, siguió jugando al fútbol americano con los Canton Bulldogs de Canton, Ohio. Además, también en el ámbito del fútbol americano, ayudó a crear el equipo de los Oorang Indians, con sede en LaRue, Ohio, un equipo completamente formado por nativos americanos. Si con esos dos deportes no tenía suficiente, Thorpe también recorrió el país jugando al baloncesto con un equipo que, al estilo de los Globertrotters, ofrecía exhibiciones con una plantilla formada, en su totalidad, con jugadores nativos americanos.

Todo ese bagaje y palmarés quizás no sea suficiente para resumir la historia deportiva y vital de Jim Thorpe. Deberíamos subrayar ciertos detalles, y lo haremos a continuación, para demostrar, si es que aún es necesario, el valor y la trascendencia de su figura. Para empezar a entender lo que su historia supone dentro de la del deporte profesional norteamericano, e incluso dentro de la historia más general de la sociedad norteamericana, habría que recordar que hasta 1924 (él nació en 1888) los nativos americanos no consiguieron el absoluto reconocimiento como ciudadanos del país. Igualmente, sería necesario recordar que, en 1929, cuando, a los 41 años, decidió retirarse, Thorpe era uno más de los millones de norteamericanos que se adentraban en una de las épocas más dramáticas de la historia norteamericana contemporánea, la de la gran depresión que afectó económica y socialmente a todo el país, de costa a costa. Así, Thorpe acabó por caer en el alcoholismo y la pobreza, y le costó mantener un trabajo fijo después de su retirada del deporte profesional. Hizo de extra en películas del oeste (un mundo, el del cine, donde también se involucró, y con fiereza, en la lucha por el reconocimiento de los derechos de los nativos), fue guardia de seguridad, portero de locales de alterne, empleado de la construcción, peón en la construcción de diques e incluso se enroló en la marina en 1945. Eso sí, también a finales de los años cuarenta, ayudado por su antiguo compañero Albert Exendine, quien se había convertido en un reputado abogado, comenzó a dar conferencias en contra de la segregación racial y charlas educativas en colegios sobre el beneficio del deporte. En 1950, alcohólico y arruinado, se le diagnóstico un cáncer labial y se le antendió como un caso de caridad. En 1953, un fallo cardíaco acabó con su vida.

Podríamos ponerle el punto y final a esta biografía aquí, pero, entonces, no habría sido justo con el nivel de profundidad que esta historia reclama. Y, por lo tanto, hubiera traicionado el valor académico y moral que merece la labor que, durante años, ha encabezado Robert W. Wheeler, como creador de la fundación que lleva el nombre de Thorpe, y también por su extraordinaria labor investigadora y académica en torno a la figura del atleta de Oklahoma. Gracias a su dedicación durante todos estos años, ahora, podemos conocer el verdadero alcance de una biografía cuya excepcionalidad no consiguió deteriorar la calidez y humildad de su protagonista principal. 

Cuando tenía diez años, su padre le regaló un libro sobre hazañas deportivas y le sorprendió el nombre de un deportista al que apenas conocía pero que parecía haberse distinguido en una lista interminable de deportes. Desde aquel momento, el nombre de Jim Thorpe se quedó grabado en su subsconciente, si es que se puede grabar algo ahí. Hablamos, por supuesto, de Robert W. Wheeler. El propio Wheeler confesaba, en una extensa conferencia en el Smithsonian, que empezó a interesarse, con más rigurosidad, por la figura de Thorpe desde muy joven. En concreto, abría aquella exposición contando como, en 1962, cuando volvían de ver en directo a los Yankees, un premio que sus padres le habían regalado por su graduación, les pidió a estos si podían entretenerse un poco y visitar una ciudad que acababa de descubrir en el mapa. Esa ciudad se llamaba Jim Thorpe y estaba en el noreste de Pensilvania. 

Jim Thorpe era, por entonces, un pueblo prácticamente abandonado, casi una ciudad fantasma, que parecía empequeñecerse en aquel paisaje inmenso que dominaban las montañas Pokenough. El joven Wheeler, que ya prometía como investigador, intentó averiguar qué conexión tenía aquella ciudad con su ídolo deportivo y visitó una tienda y la biblioteca municipal. En ambas visitas, no consiguió recabar ninguna información. Acabó decepcionado y, cuando ya abandonaban el pueblo, descubrieron en un prado de yerba alta el mausoleo que se había levantado en honor al atleta olímpico y que permanecía abandonado.

Tiempo después, Wheeler descubriría cúal era la razón que explicaba por qué el mausoleo de Jim Thorpe se encontraba tan lejos de su familia y en una ciudad, como aquella en Pensilvania, que, aparentemente, no guardaba relación con el personaje. Solo una era la razón: dinero. Su tercera mujer vendió los restos del difunto al mejor postor, y el mejor postor resultó ser aquella ciudad que decidió apostar su futuro al turismo funerario. Las ciudades de Mauch Chunk y de East Mauch Chunk buscaban una manera de sobrellevar una dura crisis económica que les avocaba a ambas a la desaparición y decidieron unirse, comprar los restos de Jim Thorpe, y convertir aquello en una fuente de ingresos que permitiera la subsistencia de los dos emplazamientos. La mujer de Thorpe se convino a negociar, desestimó la resitencia de la familia de Thorpe, y acabó por vender sus restos al nuevo municipio que llevaría el nombre del ex jugador de los Giants. Jim Thorpe nunca estuvo en aquel lugar. Su familia aún mantiene una batalla legal que, hasta 2011, encabezó su hijo Jack Thorpe, quien falleció sin poder ver cómo conseguía recuperar los restos de su padre y devolverlos a la tierra donde descansaban sus antepasados.
 
En cualquier caso, después de aquella primera experiencia descorazonadora pero iniciática, Wheeler siguió con su vida y con su educación, hasta que llegado el momento de comenzar sus estudios de tercer grado, decidió que el tema de su investigación doctoral sería aquel que comenzó a inspirarle tras regresar del partido de los Yankees. Nada pareció anticiparle que aquel objeto de estudio acabaría convirtiéndose, también, en uno de los principales argumentos de su vida privada. Quizás pudo llegar a sospecharlo cuando, al comenzar su investigación, se puso en contacto con algunas personas que podían dirigir sus primerizos pasos. En la correspondencia que recibió de Alexander M. Weyand, pudo haber encontrado una advertencia: "I repeat, watch carefully what you write because more lies have been written about Jim Thorpe than about any player in football history." O lo que traducido viene a sonar como un consejo para mantener los ojos abiertos y ser cuidadoso con lo que escribía porque, según explicaba Weyand, nunca se habían escrito tantas mentiras sobre un jugador de fútbol americano como se escribieron sobre Jim Thorpe. No iba a ser una investigación baladí. 

A lo largo de todos los años que dedicó a su investigación, Wheeler encontró engaños, ficciones y misterios que le obligaron, quizás, a comprometerse, más allá de lo académico, con un proyecto que, sobre el papel, y en el fondo, sobrepasaba lo meramente deportivo para descubrir razonamientos y motivaciones que evocan una época muy concreta y una situación social y política muy específica. Wheeler, por ejemplo, decidió investigar los expedientes académicos de Thorpe con la inteción de descubrir si era un buen estudiante o, por el contrario, como siempre se hizo creer a la opinión pública, Thorpe demostró una indiferencia absoluta por sus estudios. En parte, esa apreciación se alimentó, entre otras cosas, con argumentos como que, presuntamente, Thorpe abandonó los estudios en Haskell antes de regresar, más tarde, a Carlisle. Sin embargo, su expediente académico no registraba las notas que se le suponen a un mal estudiante. Wheeler siguió su investigación y entrevistó a uno de sus viejos compañeros en Haskell, Eric Roberts, quien le explicó que, si Thorpe, con tan solo 12 años, abandonó Haskell fue porque la escuela le prohibió volver a territorio Sac and Fox cuando llegaron noticias de que su padre estaba gravemente enfermo. Thorpe se escapó del colegio y recorrió cientos de kilómetros, solo y sin apenas dinero, para ir a visitar a su padre. En ningún caso, dejó sus estudios porque fuera un mal estudiante.

Otra entrevista reveladora, la mantuvo Wheeler con Burt Lancaster; y le sirvió para confirmar que Jim Thorpe era un atleta extraordinario, pero que basaba su éxito en el trabajo y el entrenamiento, y no en unas capacidades que despreciara con su actitud descuidada y apática, como algunos se encargaron de repetir hasta que consiguieron que se convirtiera en una opinión generalizada. Wheeler, joven y osado, se presentó en Los Ángeles con la aspiración de entrevistar a una de las grandes estrellas de aquel Hollywood del star system. Se presentó en la sede de MGM para entrevistarle y, primero, consiguió que la seguridad le permitiera hablar con la secretaria personal del actor y, segundo, convenció a ésta para que le preguntara al propio Lancaster si le permitiría entrevistarle sobre Jim Thorpe, ya que creía que sin esa entrevista no sería capaz de terminar su tesis doctoral. Ante la sorpresa de todos, Lancaster accedió, e, incluso, según cuenta Wheeler, interrumpió una reunión de trabajo en la que el asombrado investigador pudo ver que se encontraban, entre otros, gente como Telly Savalas, Ossie Davis y Shelley Winters, es decir, todo el elenco que preparaba la película The Scalphunters, que dirigiría Sidney Pollack. 

Lancaster invitó a Wheeler a su oficina privada y accedió a responder a preguntas sobre un Thorpe para con quien no tuvo más que palabras de admiración y reconocimiento. Lancaster, además, demostró que preparó su papel a conciencia: recordaba los tiempos que Thorpe manejaba en distintas categorías atléticas y defendía que su forma y su rendimiento demostraban que era un atleta insuperable y que basaba su eficacia en una método exigente. Aquello terminaba con los continuos rumores infundados que, como decía, aseguraban que Thorpe era solo una fuerza de la naturaleza que despreciaba sus habilidades. Una mentira que Wheeler confirmaría poco después con una prueba gráfica. Wheeler volvía a entrevistar a Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico de los Estados Unidos (más tarde lo sería del Comité Olímpico Internacional), quien fue compañero de selección de Thorpe durante las Olimpiadas de 1912. Wheeler volvía a preguntarle a Brundage por qué se resistía a devolverle las medallas a Thorpe y, por alguna razón, éste le pidió que apagara la grabadora y que le acompañara. Creo que fue ese el momento en que Brundage le dijo a Wheeler una frase que aún hoy en día sigue repiqueteando en sus oídos, aquello de que la ignorancia no era una disculpa, pero, de todas formas, Brundage acompañó a Wheeler hasta su secretaria y le indicó a ésta que permitiera que Wheeler bajara a los archivos y dedicara el tiempo que necesitara a rebuscar entre todo el material que guardaban allí. Brundage, que estuvo en Suecia en aquellos meses olímpicos de 1912, demostró, durante los 42 años que disfrutó de sus cargos, una resistencia tenaz al proyecto de Wheeler y Ridlon. Sin embargo, aquella visita al archivo del Comité Olímpico les permitió encontrar una foto de Thorpe entrenando en la cubierta del barco que les llevaba hasta Estocolmo, sede de aquellas olimpiadas de 1912. La fotografía, de alguna manera, acababa con el mito del vago y perezoso Thorpe, de quien se dijo que se pasó todo el trayecto en barco tirado en una hamaca.

En cualquier caso, la oscuridad más profunda siempre se cernió, sobre todo, con respecto a la participación de Jim Thorpe en aquellos juegos de Estocolmo de 1912. Aquellos juegos, por cierto, dejaron anécdotas y récords para la historia, como el campeón más veterano, Oscar Swahn, oro en 1912 con 64 años (sería plata con 72 en Amberes 1920) en tiro olímpico. También pasó a los anales de las olimpiadas el histórico combate, en las semifinales de la categoría de lucha greco-romana, entre el estonio Martin Klein (a la sazón vencedor de aquella semifinal y subcampeón, por lo tanto, primera medalla olímpica de su país) y el finlandés Alfred Asikainen, quienes se enfrentaron durante once horas y 40 minutos hasta que uno ganó. Igualmente, fue la olimpiada en la que aparició el primero de aquellos famosos finlandeses voladores, Hannes Kolehmainen, al que, poco después, se unirían, en hazañas y logros, sus compatriotas Paavo Nurmi, Ville Ritola o Albin Stenroos. Incluso, Estocolmo 1912 vivió la curiosa anécdota que protagonizó el japonés Shizo Kanakuri, quien paró a beber agua y tuvo a bien abandonar la maratón sin avisar a nadie. Se volvió a su país y todo el mundo se quedó preguntándose qué fue de él hasta que la televisón sueca le entrevistó en los años sesenta. Por cierto, en aquellas olimpiadas también se jugó algún partido de béisbol de exhibición y Jim Thorpe participó en ellos. 

Volviendo al atleta indio, conviene explicar que fue uno de sus entrenadores en Carlisle el que le convenció para que se presentara a los trials, la reunión atlética en la que se aprovecha para seleccionar a aquellos que representarán a Estados Unidos en los juegos olímpicos. Thorpe había demostrado aptitudes en distintas categorías atléticas y no daba lugar a dudas, podía destacar en las nuevas pruebas que albergaba la nueva edición olímpica. Él se dejó convencer fácilmente y se presentó a los trials sin más aspiración que vivir una nueva experiencia. Novato en algunas pruebas, Thorpe, por ejemplo, no conocía la técnica de lanzamiento de jabalina. En sus primeros tiros, Thorpe lanzó la jabalina con gestos incómodos y forzados, pero, aún así, estaba entre los primeros en las clasificaciones. Cuando aprendió la técnica, aunque solo fuera observando a sus rivales, reventó las marcas de los demás. 

En aquellos juegos de Estocolmo de 1912, el pentatlón consistía en salto de longitud, jabalina, 200 metros, lanzamiento de disco y los 1.500 metros. Era una disciplina relativamente nueva, pero ya había un gran rival que hacía temblar a la selección norteamericana, el sueco Hugo Wieslander. Una selección americana en la que, por cierto, Thorpe tenía como compañero a George S. Patton, más conocido como "Sangre y Agallas", uno de los generales norteamericanos que más temían los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Avery Brundage también competía en la misma selección. Thorpe fue ganador del pentatlón y el decatlón con unos tiempos que no eran solo increíbles para su época, si no también para el deporte moderno. Sin ir más lejos, en 2012, el ganador de la medalla de oro en decatlón en las Olimpiadas de Londres, el también norteamericano Ashton Eaton, batió el récord que aún poseía Jim Thorpe en los 400 metros. Lo batió por 1.7 segundos. 

Aquellos resultados, sin embargo, no fueron fácilmente conseguidos. Hay una fotografía histórica (la que tenéis al comienzo de esta entrada) que fue tomada justo antes de la participación de Jim Thorpe en los 1.500 metros. En la fotografía, se ve como, justo antes de saltar al tartán para correr una prueba que finalmente ganó, Thorpe lleva un calzado un tanto extraño. Justo antes de la prueba, sorprendentemente, sus zapatillas desaparecieron. Hay muchas teorías que intentar explicar por qué o cómo. El caso es que Thorpe tuvo que correr de prestado, pero solo con una zapatilla, la que le sobraba a un compañero, y que, además, le estaba pequeña. La otra zapatilla, por muy rocambolesco que te suene, la encontró en la basura, y, como le estaba grande, tuvo que ponerse varios calcetines para conseguir asegurársela. En la fotografía, se puede observar la desigualdad en ambos pies. 

Su victoria en las dos disciplinas atléticas alcanzó una admiración generalizada en su país. Según contaba Albert Exendine, confirmando que la leyenda era cierta, el Rey Gustavo V le dijo, al entregarle la medalla de oro, que era el mejor atleta del mundo. Thorpe, con una enorme sonrisa, le contestó con cordialidad: "thank you, King". Historias como ésta acrecentaron la fama mítica de Thorpe. William Howard Taft, presidente de los Estados Unidos, le envió una carta de felicitación y fue recibido en Broadway con un desfile de bienvenida repleto de confetti y papel triturado.

Sin embargo, en enero de 1913, siete meses después de la ceremonia de clausura de las olimpiadas, el Worcester Telegram publicaba la noticia bomba. Por sorpresa, este periódico descubría que Thorpe había jugado profesionalmente al béisbol durante el verano anterior a las olimpiadas. Thorpe no lo negó. Efectivamente, le habían pagado por jugar algunos partidos durante el verano. No era algo nuevo. Era algo que todos hacían. Llegada la época veraniega, muchos jugadores universitarios hacían lo mismo para ganar algo de dinero para el resto del año, pero utilizaban pseudónimos para que no quedara constancia. Thorpe, en su ignorancia, no intuyó el problema. El dinero que cobró por aquellos partidos era totalmente irrisorio. Automáticamente, la AAU (Unión de Atletas Amateurs) y la IOC (el Comité Olímpico Internacional, siglas en inglés), solicitaron la devolución de las medallas. El héroe caía y nadie le defendió. 

Nadie le defendió hasta que Robert Wheeler y Florence Ridlon comenzaron su cruzada para conseguir la restauración de los méritos de Thorpe. El noruego Ferdinand Bie y el sueco Hugo Wieslander recibieron las correspondientes medallas de oro, respectivamente, en decatlón y pentatlón, aunque ambos repitieron la misma opinión: que Jim Thorpe era el auténtico vencedor. Aún así, los responsables olímpicos fueron implacables. 

Wheeler y Ridlon intentaron durante años convencer a la AAU y a la IOC (o COI, como quieras) de que le devolvieran las medallas a la familia Thorpe. Sus argumentos comenzaban con las especiales circunstancias familiares de Thorpe, seguían con su desconocimiento del reglamento o con aquello de que no tuvo representación legal, y terminaban con acciones como recogidas de firmas. Ninguno de aquellos argumentos y reivindicaciones funcionó. Durante años, según Wheeler y Ridlon, solo recibieron rechazos arrogantes que parecían confirmar que el deporte olímpico también participaba de ciertas ideas segregacionistas que aún tenían predicamento entre un gran porcentaje de la población norteamericana.

Finalmente, sucedió un milagro. Florence Ridlon aún se emociona al contarlo. Cuando daban todo por perdido, alguien comentó que quizás se había producido un error burocrático que podían aprovechar. En concreto, al parecer, el reglamento olímpico establecía que cualquier denuncia para descalificar a un participante debía efectuarse en los treinta días posteriores a la finalización de las olimpiadas. Por lo tanto, la denuncia de la AAU y el IOC que requisó las medallas de Thorpe había sido técnicamente ilegal. 

Por aquel entonces, el reglamento oficial de las olimpiadas se redactaba para cada edición y, por supuesto, no existían archivos digitales ni páginas web ni nada por el estilo. Ridlon y Wheeler habían buscado el documento escrito que les sirviera de prueba para así demostrar ese fallo administrativo. Durante varios días, buscaron sin encontrar ningún documento. Uno de esos días, Ridlon se presentó en la biblioteca del Congreso para pasarse todo el día recluida buscando en los archivos que recogían la información sobre las olimpiadas. Ridlon buscó durante horas y horas en las entrañas de la biblioteca sin éxito. Al final, cuando ya había aceptado la derrota, desesperada y agotada, tuvo un último ataque de orgullo y determinación y volvió atrás. Fue entonces cuando, en el hueco que quedaba entre dos de las baldas de metal, perdido para siempre en una rendija, apunto de caerse al vacío, encontró un pequeño librillo. Ridlon lo cogió con sumo cuidado y, efectivamente, resultó que aquello era el programa y el reglamento oficial de los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912. En aquel reglamento, se estipulaba claramente el plazo reglamentario para poner una denuncia. 

Wheeler y Ridlon hablaron entonces con William E. Simon, quien llegaría a ser Secretario del Tesoro bajo la administración de Richard Nixon, pero que, por aquel entonces, ejercía como presidente del Comité Olímpico norteamericano. Simon siempre había demostrado simpatía por la pugna del matrimonio Wheeler y, quizás por eso, éste, en una reunión del Comité Olímpico Internacional, llevó a un aparte a Juan Antonio Samaranch y le convenció para que, antes de que, con aquella nueva prueba administrativa como argumento, el COI se viera envuelto en una dura lucha legal que tenía todos los visos de que acabaría perdiendo, cumpliera con una justicia retrasada y devolviera las medallas a Jim Thorpe, volteando así la situación y acaparando elogios por completar un resarcimiento que parecía ya ser un deseo bastante extendido y popular.

Y así acabó sucediendo. En 1983, Samaranch restituyó las dos medallas de oro y, simbólicamente, le entregó dos nuevas medallas a sus familiares (las auténticas, al parecer, habían sido robadas). El nombre de Jim Thorpe, junto al de Ferdinand Bie y Hugo Wieslander, aparece ahora como ganador de las pruebas de pentatlón y decatlón de las Olimpiadas de 1912 que se disputaron en Estocolmo, Suecia.

La historia de Jim Thorpe aún no ha terminado. Aún continúa la batalla legal que su familia mantiene para recuperar sus restos. Incluso cuando el juicio esté visto para sentencia, el recuerdo de Thorpe y su carrera deportiva debería mantenerse, ya que no deja de ser un ejemplo muy útil para entender cómo el deporte ha sido testimonio de grandes injusticias y, al mismo tiempo, testigo de grandes logros. Y no solo en lo gimnástico, también en lo social, lo político, lo económico, lo ético y hasta lo literario. La biografía de Thorpe revela la crónica más íntima de los Estados Unidos en los años 20 del siglo XX, con sus justicias pendientes, sus padecimientos raciales y el preámbulo de los sufrimientos que más tarde protagonizarían la convulsa década de los años 30. Una historia que, por lo tanto, excede lo puramente deportivo, al mismo tiempo que reivindica y enfatiza lo que de bueno y provechoso tiene la práctica deportiva e incluso la competición.
 




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