sábado, 28 de enero de 2017

Ken Rosewall



El tenis siempre ha sido un deporte de extraña digestión. Para mí, por supuesto. Siempre hemos de recordar que en este blog somos caprichosos y tendenciosos. Tengo recuerdos hasta familiares de la tierra batida de Roland Garros y de tardes de domingo en la sala de estar viendo a Alberto Berasategi, Sergi Bruguera o Arantxa Sánchez Vicario. Siempre ha sido difícil seguirle el ritmo a la ATP y, sinceramente, siempre ha sido complicado empatizar o simpatizar con los jugadores. Hay excepciones, por supuesto, de André Agassi a Nick Kyrgios pasando por John McEnroe o Gustavo Kuerten. Por qué, no lo sé. Pero las simpatías son más caprichosas aún que la primera persona que ocupa la objetividad de este blog.

El caso es que, aunque nuestros recuerdos más románticos e iniciáticos se remonten a Stefan Edberg, Ivan Lendl, Jim Courier o Thomas Muster, la época histórica que han protagonizado Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic nos ha pillado lo suficientemente maduros pero aún frescos como para ser muy conscientes de su relevancia. Los duelos Nadal-Federer han marcado el cambio de siglo: de 2006 a 2008, se disputaron todas las finales de Roland Garros y Wimbledon. La última victoria en un gran torneo para el suizo Federer tuvo lugar en 2012, cuando venció en su cancha fetiche, Wimbledon. Eso sí, no conviene olvidar que, desde entonces, ha sido semifinalista en Australia en 2013, 2014 y 2016, y en Estados Unidos (2015), además de ser finalista en Wimbledon en 2014 y 2015 y en Estados Unidos en 2015. Es decir, su capacidad de ganar ha bajado pero su rendimiento en la élite se mantiene a pesar de sobrepasar ya los treinta años y arrastrar una larga carrera al más alto nivel. De la misma manera, el dominio de Nadal, cinco años más joven que el suizo, también ha decaído en las últimas temporadas. Su última victoria fue en Roland Garros en 2014. Desde entonces, sus mejores resultados han sido los cuartos de final que repitió en Australia y Roland Garros en 2015. Djokovic les cogió el relevo: en 2015 jugó todas las finales del Grand Slam y solo perdió la de Roland Garros; en 2016, jugó tres y ganó dos, las de Australia y Roland Garros.
Si es necesario justificar más las afirmaciones del principio, resumamos el palmarés de los dos tenistas:

Roger Federer, de 35 años y con nacionalidad suiza, ha ganado cuatro Abiertos de Australia, un Roland Garros, siete ediciones de Wimbledon y cinco Abiertos de los Estados Unidos. Es decir, y pongámoslo en número, que se vea mejor, 17 grandes torneos. Ha ganado, además, 24 torneos de categoría Masters 1000, siendo su torneo preferido Cincinnati, donde ha llegado a ganar hasta en siete ocasiones. Ha ganado una Copa Davis (2014) y la Copa de Maestros en 6 ocasiones. Fue medalla de plata en las Olimpiadas de 2012.

Rafa Nadal, por su parte, tiene 30 años y es natural de las Islas Baleares. Ha ganado 1 Open de Australia, 9 Roland Garros, 2 Wimbledon y 2 Abiertos de los Estados Unidos. Es decir, pongámoslo en letra para contrastar, un total de catorce grandes torneos. Ha ganado 28 Masters 1000, siendo su mejor torneo Montecarlo (9 victorias). Ha ganado cuatro Copa Davis (2004, 2008, 2009 y 2011) y nunca ha ganado la Copa de Maestros pero ha sido medalla de oro en las Olimpiadas de 2008.

Se llevan cinco años de diferencia, pero han coincidido en el clímax de sus carreras: la de Nadal se adelantó y Federer le esperaba para compartir un período histórico de este deporte tan bien filtrado que a veces parece que no sabemos apreciar bien el esfuerzo físico y mental de sus protagonistas. Ver a estos dos, ya veteranos, tenistas volver a lo más alto de la competición y disputarse otra final es un aliciente que incluso a mí, que no soy más que un aficionado poco fiel e inconsistente, le ha llamado la atención. Y no es por ese patriotismo rancio que suele acompañar a la prensa nacional, si no por una admiración moderada ante la rivalidad bien entendida que ha acompañado a estos dos tenistas, capaces de enfrentarse con fiereza pero respetarse con cordialidad fuera de la cancha. Es un buen ejemplo sobre cómo no se desvirtúa la competición por librarse de expresiones y actitudes extremas. Además, siempre se aprecia mejor al vencedor cuando ha sabido superar sus momentos oscuros. Las historias limpias y perfectas nunca epatan tanto como ver a alguien superar momentos de flaqueza o declive.

El Open de Australia es el primer gran torneo de la temporada 2017. Djokovic cayó a las primeras de cambio en segunda ronda contra el uzbeko Denis Istomin, una de las sensaciones del torneo. Rafa Nadal, por su parte, (9º clasificado en el ranking de la ATP) fue eliminando a Florian Mayer (49º), Marcos Baghdatis (36º), Alexander Zverev (24º), Gael Monfils (6º), Milos Raonic (3º) y Grigor Dimitrov (15º). Los números entre paréntesis indican sus puestos en el ranking ATP. Por su parte, Roger Federer (17º en el ranking ATP) fue eliminando a Jurgen Melzer (300º), Noah Rubin (200º), Tomas Berdych (10º), Kei Nishikori (5º), Mischa Zverev (50º) y Stanislas Wawrinka (4º). Al finalizar su partido de semifinales contra Dimitrov, Nadal decía: "Nunca soñé con estar en otra final, pero aquí estoy". Parece que él mismo había aceptado el comienzo de una inclinación distinta a la que había descrito su carrera hasta entonces. Federer, por su parte, se lo tomó con la flema y la elegancia que le ha caracterizado, deseando que Nadal fuese su rival porque, a pesar de asomarse al final de su carrera,  le apetece aún enfrentarse a los retos más exigentes.

Ambos pueden verse reflejado en el australiano Ken Rosewall, al que vamos a dedicarle el titular para  no tener que elegir entre el suizo y el español. Rosewall ganó el Open de Australia con 18 años, y lo volvería a hacer con 37 años y dos meses, el jugador más veterano en ganar este torneo. En el de Estados Unidos, Pete Sampras se estrenó como ganador, tenía 19 años; un año antes de retirarse, en 2002, con 31 años, lo volvería a ganar. Era su quinto Open de los Estados Unidos y su décimo quinto torneo del Grand Slam. Otro que podría haber encabezado esta entrada, igual que protagonizó aquellos años noventa en los que a nosotros nos empezaba a salir la barba más firme.

Pase lo que pase el domingo, que, sinceramente, a servidor se la trae un poco al pairo ya que no tiene favoritos, creo que el acontecimiento merecía un hueco en este blog. Y lo ha tenido. Ahora, fotografía, y como decíamos cuando Michael Chang tocaba casi la arena con el culo para prepararse a restar, a otra cosa mariposa.

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